[Objetivo: planteamiento, nudo y desenlace]
Ya va siendo hora de ahogar a
Aristóteles en el río de Heráclito
El pequeño de los Castaignon nació
demasiado tarde. Inesperado, indeseado, intrascendente, pero con ganas de
quedarse: nueve meses de aburrimiento y soledad en el líquido amniótico desarrollan
recursos. Aprendió a patinar con las manos cruzadas a la espalda, inclinado
elegantemente hacia el frente, por el lago helado de la cosa de la familia; se
quebró la crisma emocional y física varias veces en el reducido entorno social,
a ratos opresivo y a ratos expansivo, que se le abre a un niño de provincias;
reconoció las ventajas de rehacerse como un niño modélico, atento, de sonrisa
tímida ante todo poder adulto. Y comenzó a vivir con el mundo exterior una paz
tan duradera, al menos, como la romana. A la espera de tiempos mejores.
—Este niño es tonto de capirote —comentó
la abuela paterna, de extracción popular, desde su tumba.
—Pues a mí me parece un encanto —le contestó
la abuela materna, de buena familia y, por tanto, más dada a mirar la vida con una
perspectiva sacada de la lírica romántica. La diferente visibilidad vital que
da el cocinar o tener cocinera.
Aunque en un nivel subfibroso el
pequeño de los Castaignon captó esas conversaciones desde muy pronto, nunca se
preguntó cómo ni por qué se producía esa
charla frecuente, esa radio Inter Cementerios; se acostumbró, con los años, a
soportarla sin que le ensordeciera. Desde los más de 400 kilómetros físicos que
las separaban, las consuegras charlaban. Cosas de mujeres, pensó el pequeño,
echando como de costumbre balones fuera.
Tuvo libros a su alcance, así como
muchos tebeos gracias al intercambio en el patio del colegio. Leía, callaba y
esperaba.
Cuando se fue a estudiar a una ciudad
grande, abrió los ojos, se desperezó y el mundo le pareció un parque de atracciones
enorme que no te pedía ticket para participar en la diversión. La moneda de uso
eran los deseos. Hurgó en los bolsillos y vio que tenía algunos; se dio cuenta de
que cuantos más gastaba, más y mejor se reproducían. Rebosaba de deseos y se
subía a todas las montañas rusas, trenes de la escoba, casas de los espejos.
Compartió su mundo con ejércitos de deseantes, bebió mucho, comió mal, y
eyaculó, eyaculó y eyaculó, ante, cabe, bajo, dentro, sobre, de propia mano, de
mano ajena, de frente y de perfil. Tenía sorbido el sexo.
—Demonio de muchacho —comentó la
abuela paterna.
—Yes,
indeed —contestó su comadre, a quien le gustaba recordar que había tomado
el té de las cinco.
Para pertenecer al grupo de Los
Deseantes las normas eran pocas: grita No a todo lo que te habían explicado que
dijeras Sí; susurra sí a todo lo que te habían rogado que dijeras no; mantén un
cuerpo joven razonablemente limpio. A una velocidad que casi nunca podían
captar los ojos de párpados pesados de las viejas fuerzas del orden intemporal,
intercambiaban piedras de cantos afilados, navajas, besos y libros.
Fue entonces cuando el pequeño
Castaignon leyó muchos libros y como era de esperar escribió los suyos, con un
efecto sorprendente: todo lo que escribía era hiriente para sus familiares y
amigos. Aunque, dejada atrás la ira santa de la infancia y pudiendo comparar
con otras familias, le pareció que la suya no había sido tan mala como creyó,
sino más bien al contrario. O bien no se lo merecían, o bien carecía del imprescindible
instinto asesino, por lo que dejó de escribir y se centró en los peligros de la
vida. Una noche, por medio segundo consiguió apartar la cabeza del espacio que
cruzaron dos balas.
—Casi nos lo matan, al pobre —comentó
una de las abuelas, pero por el viento fuerte Castaignon no supo adivinar cuál
de ellas.
—Pues con lo que le espera a partir
de ahora, casi habría sido mejor —contestó la otra con ese tono de
distanciamiento del asunto con el que hablan las mujeres cuando se están
limando las uñas; acción que, dadas las circunstancias, era imposible.
La naturaleza sigue al arte y
convierte la vida en un nudo errático. A pesar de las violencias exógenas y
endógenas, los deseantes echaron las cuentas y la sensatez de los porcentajes
les reveló una verdad: “Muchos son los llamados y pocos los muertos”. Contemplaron
en la mengua de sus fuerzas vitales el anuncio claro de “Ya no sois jóvenes”. Se
negaron a ser mordidos por el cocodrilo de Lacoste, pero no pudieron evitar ser
ensartados por el gancho del Capital Garfio: Peter Punk había muerto. Les
llovieron torrencialmente las dos máximas de la vida adulta: “Aburríos los unos
a los otros”, “Engordad y multiplicaos”. Era ya demasiado tarde para ser joven.
El pequeño Castaignon se dispuso a
cumplir y con su compañera se fue a uno de esos barrios-velatorio que hay en la
periferia, para reproducirse. El tiempo, que allí era un chicle estirado y poco
sabroso, daba de sí para mucha lectura tranquila. Solo le faltó fumar en pipa
como un intelectual de la cómoda e inane retaguardia, aunque lo intentó y se
miró al espejo usándola; pero no tiraba bien.
—Te doy en la razón en lo que dijiste
el otro día, este niño es tonto —dijo la abuela materna refiriéndose a lo que
veinte años antes había dicho su consuegra.
El pequeño de los Castaignon empezó a
escribir mucho, metódicamente, pero desorganizado en sus objetivos. Es decir,
sentía horror por la prescripción aristotélica y los que la siguieron tras la
aparición de las vanguardias: «... dirigiéndose a una acción total y
perfecta que tenga principio, medio y fin, para que, al modo de un viviente sin
mengua ni sobra, deleite con su natural belleza, y no sea semejante a las
historias ordinarias, donde necesariamente se da cuenta, no de un hecho, sino
de un tiempo determinado, refiriéndose a él cuantas cosas entonces sucedieron a
uno, o a muchos, sin otra conexión entre sí más de la que les deparó la fortuna».
Lo que a él le gustaba eran las
“obras ordinarias”, enloquecidas, llenas de puntos de intensidad; además, lo de
Aristóteles le resultaba muy empalabrajado. Kandinski lo explicaba mucho mejor
al hablar del punto y la línea. El pequeño de los Castaignon no había leído el
libro, pero había meditado mucho sobre el título. La “línea” tiene un
principio, un desarrollo y un final; es una ordenación humana del caos, que
precisa de inteligencia en el autor, de un orden mental que le permita la
previsión en lo que crea. El “punto”, en cambio, es un estallido, un desorden,
una epifanía, una fulguración. La “línea” es de inteligentes; el “punto” es de
colgados que no pueden contar una película porque en una escena que les gusta
se quedan y la sueñan a su manera, por lo que cuando vuelven a la película
han pasado varios minutos y ya no pueden saber lo que pasa.
Partidario de las fulguraciones, se
dedicó en su periferia urbana a escribir textos ilegibles que le apasionaban
recién terminados, pero de los que abominaba, y por ello rompía, al cabo de dos
semanas. Aburrido, cuando ya apuntaba canas, dejó de escribir, entregándose con
pasión a la lectura y la vida corriente.
—¿Cómo le va al niño? —preguntó el
abuelo paterno.
—¡Vaya, José! ¿Y a ti, que llevas 40
años sin decir nada?
—Bueno, es que estoy muy entretenido,
mirando el mar aquí en Mallorca.
Fue oír eso y el pequeño de los
Castaignon supo, como un fulgor que irradiaba verdad, de quién procedía
espiritualmente.
El pequeño de los Castaignon ha
vuelto a vivir en el centro, con su familia, después de quince años en la
periferia. Ahí la vida bulle. Los bares son hermosos y cálidos; y cierran a las
tantas. Las personas son hermosas, hasta la vieja más decrépita. Ya no escucha
las conversaciones de sus muertos. Quizá estos tienen una segunda vida y, por
fin, se han muerto de verdad. Al caminar, nota que cada vez que pone un pie en
el suelo le sube por él una corriente de energía. Que la vida podía volver a
ser esto no había sido capaz de imaginarlo. Encuentra gente con la que escribir
y compartir lo escrito. Finalmente, va a un curso en el que una maestra le
enseña todos los trucos y modos de la escritura: las filfas en las que no se
había querido fijar hasta el momento. Es divertido aprender a reflexionar sobre
la escritura. Si se esforzara, hasta podría encontrar el modo de hacerlo para
ahogar a Aristóteles y sus teorías para siempre. Hay autores que lo están consiguiendo
y querría aprender de ellos: conocer todas las normas y practicar todos los
modos de negarlas. Pero, como de costumbre, quizá sea ya demasiado tarde.