[En el taller Bremen, nos pusimos como tarea un relato sarcástico, en la acepción de broma cruel y siniestra. Aquí está mi aportación]
Mi tío abuelo Agapito
Era el rico del pueblo. Rico, pero de
los de antes: por comparación con la masa de miserables y por acumulación de
tierras y ganado. La Historia estaba a punto de barrer a los campesinos ricos
de pueblo, pero eso él no lo sabía: pertenecía a una estirpe de propietarios y
amos, no de capitalistas. De hecho, no sabía nada de lo que pasara fuera de los
cuatro o cinco valles en los que estaban sus tierras y ganado. Ni fuera de esos
valles sabía casi nadie de su existencia. Lo que él tenía eran alimentos que se
vieran crecer, cosechar, acumular y vender, o distintos ganados que eran igual
de tangibles. Una vez hechas las ventas, acumulaba en su casa duros de plata.
Le daba la risa cuando le proponían que comprara acciones de la mina, quizá
porque no se podía ver crecer el carbón, así que no tenía ningún sentido para
él, que era un avaro que disfrutaba viendo sus posesiones. Imagino que algunas
noches, en una habitación con puerta de tres llaves, recontaba los duros de
plata.
Hombre de orden, católico de primer
banco en la misa del domingo, no tenía amigos ni jugaba a las cartas en el
pequeño casino. Solo se le conocían dos atuendos: una boina, unos botines y un
traje negros, todo viejo, para recorrer los valles y aquilatar el crecimiento
de sus posesiones o dirigir a los trabajadores; y lo mismo, pero nuevos, para
pasear por el pueblo. En los tiempos de la rebelión militar, apostó por los
nacionalistas y tuvo miedo. Quizá fue el instinto, pero hizo bien: Franco le
dio dos décadas de pobreza nacional en la que los propietarios ricos de pueblo,
como él, siguieron prosperando, lo que es una manera de decir que siguieron
siendo iguales a sí mismos, y a sus padres, abuelos, bisabuelos y muchas
generaciones atrás. De haber tenido visión capitalista, habría comprado
acciones de la mina y habría hecho millonarios a sus hijos. Pero aunque
considerado rico en el pueblo, no era un hombre de dinero, sino un amo. Al
aferrarse a lo que se veía crecer y convertirse en comida, les dejó a sus
herederos unas tierras desperdigadas por los valles, que fueron vendiendo; cada
vez por menos dinero. Los ganados ya habían ido desapareciendo todos y las tierras
fueron rindiendo menos, porque los miserables prefirieron ganar algo más en la oscuridad
de la mina que lo que él estaba dispuesto a pagarles.
En el miedo de los primeros meses, en
los que Franco tardaba en llegar y el pueblo seguía siendo republicano y estaba
lleno de peligrosos mineros rojos, trazó un plan, que una noche debió contar a
su esposa, sin darse cuenta de que cerca estaba una criada. Para entender la
historia hay que pensar que fue así; y que la criada tenía un novio minero,
joven como ella, con ganas de gastar bromas.
El caso es que, una noche cerrada, cuando
todo estaba en silencio, salió el hombre con un saco con las monedas de plata,
y hasta de oro, y una pequeña pala, para enterrarlo en algún lugar oculto de
los bosques montañosos. Los mineros, un pequeño grupo de ellos, habían
preparado otro plan. Alguno debía estar vigilando y en cuanto lo vio salir y se
fijó en el sendero de montaña que tomaba, avisó a sus tres amigos. Conociendo
la dirección de mi tío abuelo, y siendo jóvenes y fuertes, no les costó nada
adelantarle por otros senderos, en silencio, y hacerse los encontradizos, de
dos en dos, con él.
—¡Qué, Don Agapito!, ¿dando un paseo
por la noche? No hay nada tan bueno para la salud. Vaya usted con Dios —dijo
uno de la primera pareja.
—Que él los acompañe —contestó el
pobre hombre, que ya se había visto muerto y robado.
Tomó otra dirección, maldiciendo la
casualidad de esos dos paseantes a las tres de la madrugada, pero los otros dos
ya estaban preparados para cruzarse con él, repitiéndose la escena.
—Buenas noches le dé Dios, Don
Agapito. Ya veo que, como nosotros, le gusta pasear por el bosque en la noche.
Es que este aire lo alimenta a uno. Además, a veces cazamos un zorro o un lobo,
y de ahí sacamos unas perrillas.
—Buenas noches tengan —respondió
Agapito, volviéndose para casa a toda velocidad, recubierto de un sudor frío
que con el relente del monte bien hubiera podido llevarlo a la tumba.
Repitió la operación tres semanas
después, con los mismos resultados. Reconcomido de rabia, ya casi no salía ni
de día. Debió pasar un tiempo muy malo hasta que una noche entraron los
militares rebeldes y un grupo de falangistas, que se quedó en el pueblo. Don
Agapito volvió a pasear por el pueblo, con su mejor boina y traje, pero ya no
necesitaba ocultar nada en el bosque. Como agradecimiento, fue a misa todos los
días, no solo el domingo. Además, empezó a frecuentar el casino, que llenaban
los falangistas venidos de fuera, algunos oficiales del ejército y los que
confiaban en ellos, contentos de su llegada, y solían invitar a los
uniformados.
Quizá por esas amistades, Agapito
estaba informado siempre que a alguno de los presos hacinados en la escuela lo
iban a subir a un camión de madrugada, en un viaje sin vuelta. Y allí estaba
él, impecablemente vestido, fumando un puro, en los cinco metros que separaban
la puerta de la escuela del camión.
—¡Qué!, ¿os llevan de paseo? Es la
mejor hora. Hace un airecito tonificante que es muy bueno para la salud.
Y allí se quedaba el hombre. En pie.
Sonriendo y fumando el puro hasta que el camión desaparecía de la vista.