And there’s blame of the light too: when eyes are
humming birds who’ll tie them with a lead string?
La luz también tiene su parte de
culpa: cuando los
ojos son colibríes, ¿quién va a
atarlos con una cuerda?
Improvisations
William Carlos Williams
Deslumbramiento. Esa es mi pesadilla. Cualquier hilo de luz
estalla en mis ojos, abrillantando la mirada hasta volverla insoportable. La
medicina dice que todo es físicamente normal, que ninguna célula de mi
capacidad óptica muestra desvío alguno con respecto a la normalidad. Aceptaré
interiormente, de mí para mí, que es mi forma de pensar, que no hay daño
estructural, sino una perversión de la ejecución de mis procesos conscientes.
Hacia el exterior, simularé esa normalidad que me imponen los médicos.
Las gafas de cristales muy oscuros que llevo día y noche las
justifico con una conjuntivitis aguda que digo que me están tratando. Los
destellos de sombras que me proporcionan me permiten llevar una vida
aparentemente normal. Aunque me guíe casi a tientas, basándome más en los hilos
de oscuridad, trabajo, camino por la calle, uso los medios públicos de
transporte. Fuera de las necesidades del trabajo, procuro socializar lo menos
posible, en parte por la molestia que me produce, pero sobre todo por la
desgana absoluta de participar en la vida. La luz cegadora me ha lanzado fuera y
lo que me acomoda es perder lo máximo que pueda el contacto con ella.
Cuando por fin llega la noche y me acuesto, aunque no estoy
nada cansado, tras haber cerrado bien las persianas y las cortinas gruesas que
puse, para que ninguna luz exterior me llegue, espero paciente los paisajes con
luces diferenciadas, de distintas texturas e intensidades, que me revelan el
mundo que conocí y amé. O que no conocí y aparece inventado ante mí. Es
curioso, pero en esos sueños que no controlo, porque estoy dormido, pero que se
producen sabiendo que estoy en la cama, soñando, hay un narrador, alguien que
lo cuenta todo, o que todo lo ve y lo oye, que no soy yo. Podría llamarlo El Que
Todo Lo Cuenta... Es el centro de lo que se ve y se oye. Si en el “sueño”, o lo
que sea que sea, aparezco yo, el narrador está a unos cuatro o cinco metros de
altura. Por detrás de mí. Es decir, nunca se ve mi cara, aunque es evidente que
soy yo. Aunque en ese “sueño” tenga tres años y me esté bañando en la orilla
del mar, con unas olas minúsculas ante las que retrocedo con cierta aprensión.
Pero los colores que dan vida a la escena, ¡ay!, tienen una luz modulada y son
maravillosos. Lo mismo sucede cuando el personaje principal de lo narrado sea
otro. Creo que no me importaría perder la conciencia y quedarme los años que me
falten en una cama de hospital, soñando las 24 horas del día, uno tras otro.
Claro que a lo mejor eso me sucede porque paso 16 horas al día sufriendo las
inclemencias del deslumbramiento y solamente 8 “soñando” en los colores de la
Creación. A lo peor, si me hospitalizaran y me mantuvieran mecánicamente,
perdería esas ocho horas de la gran maravilla.
Por casualidad, en un banco situado en la zona más umbría de
un parque, conocí a alguien que llevaba también gafas muy oscuras. Tenía más
experiencia que yo en esta “situación”, detectó que me pasaba lo mismo que a él
y me habló. Conocía a más personas a las que les sucede lo mismo y me las fue
presentando. Salvo las muy mayores, que por la edad no pueden, dedican los días
libres a visitar grutas y practicar la espeleología. Me he unido a ellos. En
realidad no tenemos otro objetivo que el de descender, sin linternas, a
profundidades en las que el deslumbramiento no nos hiera, en las que dejemos de
tener la sensación de que cualquier brillo mínimo nos vaya a derribar, cayendo
al suelo sin fuerzas para seguir vivos.
Poco a poco, según aumentaba la confianza en mí de mis nuevos
compañeros, me he ido dando cuenta de la extensión de este fenómeno. Somos
muchos más de lo que podía pensarse. Y no solo es la visita a las cuevas la
única actividad. Se han creado “casas oscurecidas” que están a la disposición
de los miembros del grupo. Vamos a ellas como la gente normal va a los bares,
cafeterías y locales públicos. Lo financiamos entre todos.
Me ha inquietado ir descubriendo que entre nosotros se
extiende una conciencia de pertenecer a un grupo humano que se considera
especial. Dentro del grupo general hay una especie de Dirección que se refiere
a nosotros como Los Herederos de la Tierra. Hay una ideología, una sensación de
superioridad, de ser los héroes que sobrevivirán a la catástrofe que acabará
con la Humanidad, los que habitaremos a decenas o centenares de metros bajo la
superficie de la Tierra, los que crearemos la nueva civilización humana. Esta
“ideología”, este querer dar sentido a nuestra minusvalía, que seguro que
tendrá una causa científica relacionada con los venenos que la civilización industrial
está creando, me repugna. Ni puedo ni quiero pertenecer a este grupo de
Superhombres, tan falso como todos los que se fueron creando, mediante dioses y
subterfugios, para ocupar el poder.
Me he separado de ellos. He vuelto, tras la alegría de haber
conocido a tantas personas aquejadas de mi mismo mal, a llevar una vida
solitaria. Pero tengo miedo, porque para ellos me he convertido en un traidor
peligroso, ya que podría denunciarles, dando todos los datos necesarios para
que los controlen. Es la historia que se ha repetido siempre. No queda mucho
para que decidan mi condena, mi asesinato. Mentiría si no reconociera que tengo
miedo. Pero el temor a formar parte de una superchería de Superhombres es mucho
mayor.