“Lo primero que hay que hacer para salir del pozo es dejar de cavar”. Proverbio chino.

NO PODEMOS RESOLVER PROBLEMAS PENSANDO COMO CUANDO LOS CREAMOS. Albert Einstein

“Si a alguien le indigna más ver un contenedor ardiendo que una persona comiendo de él, tiene que revisar sus valores”

Sobre los poderes de siempre y los emergentes: "“No nos parece mal que nos muerda un lobo, pero a todo el mundo le saca de quicio que le muerda una oveja". Ulises de Joyce, Cap. 16




sábado, 7 de mayo de 2016

Taller Bremen. Tema: el concepto "Hay que mejorar"


Mi yo rubio

—¡Pero si te has comido todas las verduras y la tortilla de queso!
—Era parte del juego. Comer con furia aunque no estuviera bueno. Sobre todo si no lo estaba. ¿A que sí, Ramón?
—Uy, uy, uy. No te debería haber dejado solo con Migue.
—Entonces no habrías tenido tiempo a ponerte tan guapa —contestó Ramón, desarmándola antes de que preguntara a qué habían jugado y las cosas empeoraran.
—¿Y a qué habéis jugado?
—Yo era Orlando el Furioso.
—¿Desde cuándo te llamas Orlando?
—Ya me dijo que preguntarías eso y que tendría que cambiar el nombre del juego por el de El Príncipe Furioso.
—No sé si me debo atrever a preguntar en qué consiste de verdad.
Ramón lanza una mirada suplicante a Migue para que mantenga el secreto, tal como había prometido, pero está entusiasmado y se lanza a responder.
—Es así: dice Ramón que en la vida hay muchas cosas que hay que hacer sin que te gusten y que los débiles las hacen sin ganas, las olvidan y no se preparan para las grandes batallas, haciendo ejercicios de superhérores, pero que los verdaderos héroes las hacen con furia, se comen así hasta el último trocito de judía verde, pero guardan esa furia para ser fuertes y héroes y luchar contra los que...
—Bien, bien, bien... ya hablaremos mañana de eso, “Orlando”. Ahora a lavarte los dientes y a ver un poco los dibus hasta que suba la vecinita que te va a cuidar. Y tú, Ramón, como castigo recoges la mesa y friegas lo que ha ensuciado el niño. Voy a terminar de arreglarme.
Ramón, mientras empieza a hacer lo que le han mandado, le lanza a ella una mirada furiosa, frunciendo el ceño, dedicada por entero a Migue, que le ve y su carita resplandece de placer: sabe que Ramón se va a enfrentar a otro trabajo de Hércules, aunque no sabe muy bien quién es ese señor, ya se lo contará Ramón otra noche que venga a recoger a su madre y a salir con ella. Lo va a hacer con fuerza, aunque no le guste, y esa furia la guardará y se lo hará pagar a su madre más tarde. Ése es el juego: cómo hacer perfectamente lo que tienes que hacer y no te gusta, de un modo furioso, para que no se te olvide quién te obligó a hacerlo y vengarte más adelante. Se va a lavar los dientes moviéndose como si llevara sobre los hombros una capa de superhéroe cumpliendo una misión.
A Ramón le cae bien el niño. No le entusiasma, pero casi todos los niños de entre tres y seis años le suelen caer bien. Lo que sí le entusiasma es que Rebeca se prepare para salir con él. Es una verdadera chef de su cuerpo, que cocina hasta que brilla, que maquilla y perfuma y luego viste deliciosamente para que, horas más tarde, cuando el deseo haya crecido hasta ser casi insoportable, vuelvan a casa y se lo pueda comer.

Ramón vivió su infancia solo con su madre. No conoció nunca a un padre y, cuando fue mayor y preguntó por él, no recibió respuesta. Su madre era muy guapa, pero no se podía llevar bien con ella y la belleza no es un valor válido para un niño. Sólo con los años aprendió a definirla como una mujer desgraciada que conseguía transmitir la sensación de desgracia a todos los que la rodeaban. Y él, ya de niño, se sentía infeliz consigo mismo. Era pelirrojo, y no le gustaba. Pero lo peor de todo era que su pelo era crespo. Odiaba su pelo, ¿quién había visto a un pelirrojo de pelo crespo? Con los años fue viendo a niños y niñas pelirrojos, pero tenían un pelo liso y sus cabezas le parecían maravillosas. ¿Por qué él tenía que ser pelirrojo con rizos rígidos que no podía peinar y domesticar? En una ocasión, su madre le dijo que tenía el mismo pelo que su padre. Una de las escasísimas ocasiones en que le dijo algo de él. La madre odiaba a ese padre y Migue había nacido con ese pelo. Era un signo de infamia que le había sido transmitido desde el lado oculto de la vida, para que su madre sintiera por él el mismo desprecio que sentía por el padre. Ese era, en todo caso, el sentimiento que tenía Ramón. Un sentimiento de desprecio que le caía sobre la cabeza y lo convertía en alguien a quien todos preferían evitar.
Un día, no debía tener todavía los cinco años, se encontró una foto en un banco del parque. En una cocina mucho más grande y limpia que la de su casa, se ve a una madre que sonríe a su hijo. La madre no era ni con mucho tan guapa como la suya, pero se veía que era feliz y buena, que adoraba a su hijo. El niño, que da la espalda a la cámara, lleva puesto un pijama a rayas y tiene un pelo largo de color rubio. Desde que vio la foto, que se guardó y todavía conserva, tuvo la certeza de que era un niño feliz. Cuando sabía que no lo vigilaban, sacaba la foto de su escondite y la miraba concentrado. Ese niño soy yo, pensaba. Creció y se convirtió en adolescente con la fantasía potente de que tenía una doble vida, mucho mejor que la suya, en la que era rubio.

Subió la vecinita, de unos 15 años, y la mirada de Migue resplandeció. Sabía que en pocos minutos, cuando su madre y Ramón se marcharan, comenzaría una aventura que deseaba intensamente. Rebeca salió del baño resplandeciente, perfectamente cocinada. Ramón tomó la decisión de no mirarse en ningún espejo. Toda esa noche, hasta que se quedara dormido, abrazado a ella, sería rubio.


martes, 3 de mayo de 2016

De la periferia a la institucionalización: la emoción y la belleza están en el recorrido


Andrea Fraser responde a Ángela Molina en la entrevista que le hace en Babelia (1275): «Una de las lecciones más importantes que aprendí de los críticos institucionales más tempranos es que resultaba una falacia idealista esperar que de una obra se pudiera esperar un potencial crítico permanente».


Pienso inmediatamente en todas las veces en las que últimamente me han dicho que los agentes de las políticas realmente nuevas se convertirán, con los años, en iguales a los viejos. Lo que me estás diciendo, respondo, es que todavía no lo son. Por eso pienso acompañarlos en su emocionante recorrido hasta que se igualen. Será entonces cuando me detenga y me aparte, para esperar a los nuevos salvajes. De momento, la belleza de su recorrido me compensa.