Mi yo rubio
—¡Pero si te
has comido todas las verduras y la tortilla de queso!
—Era parte del
juego. Comer con furia aunque no estuviera bueno. Sobre todo si no lo estaba.
¿A que sí, Ramón?
—Uy, uy, uy. No
te debería haber dejado solo con Migue.
—Entonces no
habrías tenido tiempo a ponerte tan guapa —contestó Ramón, desarmándola antes
de que preguntara a qué habían jugado y las cosas empeoraran.
—¿Y a qué
habéis jugado?
—Yo era Orlando
el Furioso.
—¿Desde cuándo
te llamas Orlando?
—Ya me dijo que
preguntarías eso y que tendría que cambiar el nombre del juego por el de El
Príncipe Furioso.
—No sé si me
debo atrever a preguntar en qué consiste de verdad.
Ramón lanza una
mirada suplicante a Migue para que mantenga el secreto, tal como había prometido,
pero está entusiasmado y se lanza a responder.
—Es así: dice
Ramón que en la vida hay muchas cosas que hay que hacer sin que te gusten y que
los débiles las hacen sin ganas, las olvidan y no se preparan para las grandes
batallas, haciendo ejercicios de superhérores, pero que los verdaderos héroes
las hacen con furia, se comen así hasta el último trocito de judía verde, pero
guardan esa furia para ser fuertes y héroes y luchar contra los que...
—Bien, bien,
bien... ya hablaremos mañana de eso, “Orlando”. Ahora a lavarte los dientes y a
ver un poco los dibus hasta que suba la vecinita que te va a cuidar. Y tú,
Ramón, como castigo recoges la mesa y friegas lo que ha ensuciado el niño. Voy
a terminar de arreglarme.
Ramón, mientras
empieza a hacer lo que le han mandado, le lanza a ella una mirada furiosa,
frunciendo el ceño, dedicada por entero a Migue, que le ve y su carita
resplandece de placer: sabe que Ramón se va a enfrentar a otro trabajo de
Hércules, aunque no sabe muy bien quién es ese señor, ya se lo contará Ramón
otra noche que venga a recoger a su madre y a salir con ella. Lo va a hacer con
fuerza, aunque no le guste, y esa furia la guardará y se lo hará pagar a su
madre más tarde. Ése es el juego: cómo hacer perfectamente lo que tienes que
hacer y no te gusta, de un modo furioso, para que no se te olvide quién te
obligó a hacerlo y vengarte más adelante. Se va a lavar los dientes moviéndose como
si llevara sobre los hombros una capa de superhéroe cumpliendo una misión.
A Ramón le cae
bien el niño. No le entusiasma, pero casi todos los niños de entre tres y seis
años le suelen caer bien. Lo que sí le entusiasma es que Rebeca se prepare para
salir con él. Es una verdadera chef de su cuerpo, que cocina hasta que brilla,
que maquilla y perfuma y luego viste deliciosamente para que, horas más tarde,
cuando el deseo haya crecido hasta ser casi insoportable, vuelvan a casa y se
lo pueda comer.
Ramón vivió su infancia solo con su
madre. No conoció nunca a un padre y, cuando fue mayor y preguntó por él, no
recibió respuesta. Su madre era muy guapa, pero no se podía llevar bien con
ella y la belleza no es un valor válido para un niño. Sólo con los años
aprendió a definirla como una mujer desgraciada que conseguía transmitir la
sensación de desgracia a todos los que la rodeaban. Y él, ya de niño, se sentía
infeliz consigo mismo. Era pelirrojo, y no le gustaba. Pero lo peor de todo era
que su pelo era crespo. Odiaba su pelo, ¿quién había visto a un pelirrojo de
pelo crespo? Con los años fue viendo a niños y niñas pelirrojos, pero tenían un
pelo liso y sus cabezas le parecían maravillosas. ¿Por qué él tenía que ser
pelirrojo con rizos rígidos que no podía peinar y domesticar? En una ocasión,
su madre le dijo que tenía el mismo pelo que su padre. Una de las escasísimas
ocasiones en que le dijo algo de él. La madre odiaba a ese padre y Migue había
nacido con ese pelo. Era un signo de infamia que le había sido transmitido
desde el lado oculto de la vida, para que su madre sintiera por él el mismo desprecio
que sentía por el padre. Ese era, en todo caso, el sentimiento que tenía Ramón.
Un sentimiento de desprecio que le caía sobre la cabeza y lo convertía en alguien
a quien todos preferían evitar.
Un día, no
debía tener todavía los cinco años, se encontró una foto en un banco del parque.
En una cocina mucho más grande y limpia que la de su casa, se ve a una madre
que sonríe a su hijo. La madre no era ni con mucho tan guapa como la suya, pero
se veía que era feliz y buena, que adoraba a su hijo. El niño, que da la
espalda a la cámara, lleva puesto un pijama a rayas y tiene un pelo largo de
color rubio. Desde que vio la foto, que se guardó y todavía conserva, tuvo la
certeza de que era un niño feliz. Cuando sabía que no lo vigilaban, sacaba la
foto de su escondite y la miraba concentrado. Ese niño soy yo, pensaba. Creció
y se convirtió en adolescente con la fantasía potente de que tenía una doble vida,
mucho mejor que la suya, en la que era rubio.
Subió la vecinita, de unos 15 años,
y la mirada de Migue resplandeció. Sabía que en pocos minutos, cuando su madre
y Ramón se marcharan, comenzaría una aventura que deseaba intensamente. Rebeca
salió del baño resplandeciente, perfectamente cocinada. Ramón tomó la decisión
de no mirarse en ningún espejo. Toda esa noche, hasta que se quedara dormido,
abrazado a ella, sería rubio.