El miedo abre caminos
Después de la
comida, me dejaron que me fuera por ahí a condición de que me llevara el perro.
Los mayores seguían siendo gente de otra especie, inexplicables. Que lo que más
quería hacer fuera una condición afianzaba esa separación absoluta que había
entre ellos y yo. Era como si habláramos dos lenguas distintas, referidas cada
una a mundos diferentes.
Esto lo puedo
decir ahora, que han pasado tantos años que soy mayor y la infancia es una
cápsula épica que recorre el cerebro sin dejarse penetrar. Aquello sucedió
entre mis 7 y mis 11 años. Mi madrina tenía un valle entre dos montañas altas. Comenzaba
al salir de un pueblo y terminaba donde las montañas se juntaban al fondo, con
la forma de un imán.. La casa, la única que había entonces, estaba a unos dos
tercios del pueblo. Más arriba, aproximadamente a kilómetro y medio, estaba el
corral de ovejas, que pastoreaba Juan. Tendría 16 años cuando yo tenía siete,
por lo que era uno de los “otros”, un gigante viejo. Por la tarde, regresaba de pastorearlas, las
metía en el corral y las ordeñaba. Después volvía a la casa, pues era el hijo
único de Zósimo, el mediero que cuidaba las tierras a cambio de la mitad de
todo lo que produjeran.
Esa tarde, como
de costumbre, el perro y yo corrimos hacia arriba por el camino del corral y al
poco giramos a la derecha, donde estaba la parte más desigual del terreno. Al
perro le gustaba lo mismo que a mí. Era como un niño, mi único compañero de
juegos. A veces olía algo y salía disparado, pero a unos 50 metros se paraba y
volvía conmigo. Cansado de correr, me tumbaba en el suelo, al sol, y él se
echaba y ponía la cabeza sobre mi pecho. Le pasaba un brazo por el cuello y nos
quedábamos dormidos. Si olía o escuchaba algo, se levantaba y salía como un tiro,
pero volvía enseguida y ocupaba la misma posición. Yo necesitaba esas siestas
porque por la noche dormía poco por causa del miedo. Los dos disfrutábamos de
la libertad. El mundo era nuestro.
Cuando el sol
empezó a bajar escuchamos los ladridos de los perros del pastor. Se puso en
tensión, mirando hacia allí, y le hice una señal con la cabeza para que fuera a
ver a sus amigos. En nada de tiempo oí los ladridos alegres del encuentro y
poco después regresó sediento de las dos carreras. Volvimos a la casa; él bebió
agua y a mí me fregotearon y me cambiaron de ropa para la cena.
La puerta al
exterior seguía abierta hasta que cerraba la noche y empezaba a hacer frío,
aunque fuese casi verano. En la planta baja, que me producía una sensación de
enormidad, a un lado había una chimenea ancha y profunda donde se cocinaba, una
mesa muy larga al otro extremo, con manteles de hule. Después de haber cenado,
por turnos, se cerraba la puerta y nos sentábamos en semicírculo. Los mayores
contaban historias de miedo. Muchas de ellas del Garrampón, que era el fantasma
del valle.
La noche me
producía una agonía dulce, un nerviosismo que apreciaba por la intensidad de
las sensaciones. Me estremecía con las historias sobre el Garrampón, del que
nadie conocía la forma exacta porque era muy veloz en sus ataques: pues anoche
estuvo por aquí, contaba alguien, porque una oveja que se había perdido
apareció muerta por la mañana; le habían mordido el cuello y le habían bebido
la sangre. Frases así me producían un miedo agradable, la sensación de un mal
que te acecha pone todo tu cuerpo en un estado de alerta eufórica.
En algún
momento, las señoras mayores empezaban a
subir a sus habitaciones, con una vela encendida. Todas las habitaciones
estaban en la primera planta y en la casa no había electricidad. Si estaba mi
madre, subía cuando lo hacía ella; si no, cuando me lo decía la madrina. Me
encendían una vela y subía hasta mi habitación. Alguien, previsor, había dejado
dos velas nuevas y una cajita de mixtos en mi mesilla de noche.
Mi habitación
era la biblioteca, con una cama turca pequeña que se adecuaba a mi tamaño. Por
tres de los lados, la librería amontonaba libros, pero en la repisa superior se
asentaba todo tipo de aves y pájaros disecados, cazados en el valle. Un águila
pequeña, con las alas extendidas, ocupaba casi todo el lateral derecho,
acompañada de búhos y lechuzas. En los otros dos laterales, aves más pequeños y
muchos pájaros sujetados en ramas secas. No se debe mirar a los ojos de las
aves disecadas, contienen y transmiten maldad. A veces lo hacía durante el día,
pero me arrepentía por la noche, a la luz de una vela, porque el recuerdo me
obligaba a volver a mirarlos.
Sentía un
terror sin recompensa, a diferencia de la emoción que me producía oír historias
de fantasmas rodeado por los demás, a la luz viva de la chimenea. Sabía cuántos
habían quedado abajo, hasta me llegaban sus voces, lo que me producía un
sentimiento de compañía. Pero poco a poco iban subiendo y a poco de hacerlo el
último los imaginaba a todos dormidos. Si las aves y los pájaros me atacaran,
nadie llegaría a tiempo de salvarme.
La madrina me
había señalado una pequeña estantería, que era la de sus hijos, ya mayores.
Tenía tomos encuadernados de tebeos tan antiguos que ya no se vendían en los
quioscos. En varios viajes, a lo largo de unos dos años, ya me los había leído
varias veces, porque amortiguaban el miedo, pero no del todo: constantemente
notaba que algo se había movido y miraba por encima del tomo. Una noche me fijé
en la segunda y tercera repisa, con libros para jóvenes, una colección de
clásicos encuadernados con dibujos de oro y una estampa pegada en el centro de
la portada. En el interior, tenían muchas estampas de colores, pegadas.
Empecé por el
lado izquierdo, con La Ilíada y luego
fui leyendo decenas de ellos. Lo que contaban me interesaba tanto que dejé de
mirar el movimiento de las aves por encima del libro. Seguía durmiéndome al
amanecer, o un poco antes, pero lo hacía por lo que me gustaban las historias
de los libros, no por miedo. Este desapareció de mi vida para siempre; si
alguna vez tenía esa sensación, por otros motivos, la curiosidad enfermiza por
las historias escritas lo hacía desaparecer.
Antes de
cumplir los 12 años, dejamos de ir al valle. No me preocupé el motivo, porque
no me interesaban las razones por las que los mayores hacían o dejaban de hacer
las cosas. Bastante tenía con buscar libros en una época en la que no era fácil
encontrarlos.