“Lo primero que hay que hacer para salir del pozo es dejar de cavar”. Proverbio chino.

NO PODEMOS RESOLVER PROBLEMAS PENSANDO COMO CUANDO LOS CREAMOS. Albert Einstein

“Si a alguien le indigna más ver un contenedor ardiendo que una persona comiendo de él, tiene que revisar sus valores”

Sobre los poderes de siempre y los emergentes: "“No nos parece mal que nos muerda un lobo, pero a todo el mundo le saca de quicio que le muerda una oveja". Ulises de Joyce, Cap. 16




viernes, 4 de mayo de 2018

Una nota de DFW sobre la maldad ontológica de los viajes masivos

Dedicado a mi querida amiga Eva Mari, que me da mil vueltas en vitalidad y le encanta viajar, pero acaba de pasar por un quirófano y estará un tiempito sin poder hacerlo.


Adoro a David Foster Wallace hasta el punto de que me gustaría hacer con él lo que hicimos un grupo de amigos, reunidos para leer en voz alta la obra de Pedro Casariego Córdoba y El día del Watusi de Casavellas. Hasta teníamos un altarcito mexicano portátil que abríamos durante las lecturas y encendíamos una vela. No estábamos seguros de porqué, pero posiblemente era porque en esas lecturas en lugares ocultos solíamos beber mezcal.

Estoy leyendo el penúltimo libro que me quedaba por leer de él, Hablemos de langostas así que es posible que antes o después me refiera a él en un Semivago procesional.

Pero resulta que he encontrado en el libro una copia de mi manera de ser que quiero resaltar. Resulta que desde que cumplí los 30 años me convertí en enemigo acérrimo de viajar a los lugares que todo el mundo dice que hay que ir. Me pone de los nervios y me agota. Mi compañera, que viajaba la mitad del año por motivos profesionales, no lo entendía, así que llegamos a un pacto: un viaje a un país europeo cada dos años. Lo normal era que lo hiciéramos cada tres... o incluso cuatro años. Y casi siempre repetíamos Venecia.

Pues bien, me he sentido hermanado con DFW en este párrafo que os copio: una nota al pie que estaba convencido de que la Editorial iba a eliminar.

Confieso que nunca he entendido por qué tanta gente cree que para divertirse hay que ponerse chanclas y gafas de sol y arrastrarse por carreteras donde el tráfico es enloquecedor hasta lugares turísticos abarrotados y calurosos a fin de paladear un “sabor local” que por definición queda estropeado por la presencia de turistas. Esto puede ser (tal como señalan todo el tiempo mis acompañantes al festival) una simple cuestión de personalidad y de gusto intrínseco: el hecho de que no me gusten los lugares turísticos significa que no entenderá nunca su atractivo y que por tanto no soy la persona indicada para hablar del mismo (del supuesto atractivo). Pero como es casi seguro que esta nota al pie no va a sobrevivir a los recortes que la revista le hará al artículo, yo a lo mío:
Tal como yo lo veo, al alma probablemente le siente bien ser turista, aunque sea solo muy de vez en cuando. No digo que le siente bien de una forma refrescante o iluminadora, sino más bien de una forma sombría, severa, estilo “Miremos los hechos con franqueza y encontremos una forma de abordarlos”. Mi experiencia personal no me ha demostrado nunca que viajar por el país amplíe los horizontes o resulte relajante, ni que los cambios radicales de lugar y de contexto tengan un efecto saludable, sino que más bien el turismo por el país resulta radicalmente constrictivo, y humillante de la peor forma: hostil a mi fantasía de ser un verdadero individuo, de vivir de alguna forma fuera y por encima de todo. (Ahora viene la parte que mis acompañantes encuentran especialmente infeliz y repelente, una forma segura de estropear la diversión de viajar en vacaciones:) Ser un turista de masas, para mí, equivale a convertirse en un puro americano de los tiempos que corren: foráneo, ignorante, codicioso de algo que nunca se puede tener y decepcionado de una forma que nunca se puede admitir. Implica estropear, en virtud de la pura antología, la misma cosa no estropeada que uno ha ido a experimentar. Implica a exponerse uno mismo sobre lugares que en todos los sentidos menos el económico serían mejores y más reales si uno no estuviera. Implica, en las colas y en los atascos y en las transacciones sin fin, afrontar una dimensión de uno mismo que resulta tan ineludible como dolorosa: en tanto que turista, te vuelves económicamente significativo pero existencialmente aborrecible, como un insecto posado sobre algo muerto.