A hostias con el ciclista
La luz del sol entra violentamente en la habitación y me
ciega. Me aturde. Es casi como si hubiera despertado en un incendio. Abro los
ojos y en un primer momento lo veo todo borroso. Mi madre había abierto de
golpe las contraventanas del balcón. Es mucho más tarde de lo habitual. Me han
debido de dejar dormir más y, seguramente, esa noche dormí mal, porque no me había
despertado pronto, como de costumbre. Cuando enfoco la vista, al lado de la
cama está mi amigo Fernando con el traje de los domingos, de tela gris con
puntitos oscuros. Fieramente restregado y repeinado; con seguridad por su
madre, lo que no es habitual. Algo sucede. Son once hermanos y lo mejor de esa
madre es que nunca actúa. Algo está pasando y creo saber lo que es. Mi madre le
llama Fernandito. “Papá está peor, van a venir médicos y pensé que era mejor
que te fueras dos días. La madre de Fernandito me ha dicho que te puedes quedar
con él en su casa. Hoy es domingo y mañana no vais al colegio”. Por eso
Fernando lleva el traje, porque tocaba ir a misa. Lo del peinado violento, con
fijador, y la piel brillante de haber sido restregada es un extra, un signo que
a cualquier niño de entonces le habría parecido un indicio de algo malo.
Me visto con la ropa de ir a la playa
o a jugar por ahí. Nada de traje. Hago pis, me lavo la cara y nos despedimos.
Sé lo que pasa y que el tiempo de espera es corto: ese día y el siguiente. No
hay planes para el martes. Tomo una decisión fuerte y clara: si lloro, lo haré
cuando nadie me vea hacerlo.
—Dale un beso a Papá.
Se lo doy, procurando no ver su mirada vacía, hacia el techo.
Dos semanas antes, al irme a la misa obligatoria en el colegio, entré como
siempre en el cuarto de mis padres, a darle un beso a ella. De él me despedía
con la mano; los hombres no nos besábamos y yo, desde que cumplí los 10, lo era
ya. Ella lee un libro y él el periódico, que le suben todos los domingos. Esa
vez, me dice que le dé también uno. Cuando me inclino, mueve la cara y me lo da
en los labios. Salgo de casa furioso y se lo cuento a los más amigos, asqueado.
“¡Me ha besado en los labios!”. Al volver de misa me entero de que ha tenido un
derrame cerebral. Mi padre ya “no está” y no parece que vaya a estar nunca. Por
primera vez en la vida sé lo que es sentirme culpable. Como si una nube de
tormenta, casi negra, se me hubiera metido en el cuerpo, cubriendo con una
pesadez desconocida todo lo que pienso y siento. Había hecho un montón de cosas
por las que habría merecido conocer la culpa, algunas de ellas graves, pero
hasta ese momento nunca la había sentido; el arrepentimiento y todas esas cosas
de las que nos hablan en la iglesia, tan lejanas a mi vida. Esta vez sí. Había
pasado algo que él presintió, se despidió a su manera y yo me dediqué a contar
a mis amigos el asco que había sentido. Ahora tengo la sensación de que él ya
no está en ese cuerpo que respira, que no volverá a estar nunca, y de que no
podré deshacer lo que hice. No podré mirarle y que me mire como si aquel beso
no hubiera existido. Mi reacción de asco, en cambio, existió.
La madre de Fernando nos recibe, nos prepara el desayuno y
nos dice que podemos hacer lo que queramos, que no hay colegio ni obligaciones;
ni siquiera la de ir a una iglesia a recuperar la misa que hemos perdido.
Decidimos ir a la playa con una pelota. No tenía el bañador, pero en esa casa
no faltan. Él se cambia de ropa. Hasta ese momento, Fernando había mantenido
una actitud de respeto reverencial, dispuesto a hacer lo que yo dijese. Al poco
de estar en la playa jugando con la pelota en la orilla, esa actitud desaparece.
Vuelve a estar dispuesto a pelearse por cualquier cosa, a ser divertido, y le
agradezco sin decírselo que vuelva a ser mi amigo. Los dos tenemos 11 años, yo
los había cumplido el día anterior al beso en los labios, y la amistad, tal
como la entendíamos, era casi lo único importante que teníamos. Además del cine
de los domingos.
Por la noche, antes de acostarnos,
viene la madre de Fernando y me dice que mi padre ha muerto. Le digo que ya lo
sabía, con la sequedad que da la
inexperiencia en el fingimiento, y ahí termina la conversación. Supongo que se
sentiría aliviada, porque ni me pregunta que cómo lo iba a haber sabido. Nos
acostamos y, cuando estoy absolutamente seguro de que Fernando está dormido,
lloro durante mucho rato, sin pensar en nada. Lloro porque sí, hasta que me
quedo dormido.
A la mañana siguiente, lunes, decidimos ir al Puerto. El
domingo no merecía la pena ir, porque es el día en el que abría las puertas a
todo el que quisiera entrar y pasear por la escollera. Pero en los días laborales
sólo entran los trabajadores, los guardias y los marineros cuyo barco está
atracado. Y nosotros, los hijos de los funcionarios de la Junta de Obras del
Puerto. Un grupo que tenemos entrada libre salvo cuando hemos hecho una
trastada y aparecemos en una lista con nuestros nombres sellada y firmada por
el Jefe de Aduanas, en la que se indica que no podremos entrar en dos, tres,
cuatro semanas, dependiendo de lo que hubiéramos hecho, con la fecha del día en
que se levantará la sanción. Cuando la lista existe nos la enseña el carabinero
de la puerta, que nos mira con cara de yo no os habría prohibido la entrada,
sois niños. Para eso sí nos gusta serlo, para cualquier otra cosa nos habríamos
enfadado, porque ya somos hombres. Muy jóvenes, en todo caso.
Vamos en bicicleta, claro. Fernando
con la suya y yo con la de uno de sus hermanos. Al principio de la escollera las
subimos a mano por la escalera de piedra y emprendemos una carrera hasta el
faro por el estrecho paseo. Correr por correr y quitar los nervios. Sin
competir. Sería imposible adelantarnos. Tiene un ancho de menos de dos metros,
protegido a la izquierda por un muro bajo junto al que están los bloques de
piedra y luego el mar, pero sin protección a la derecha, donde una pedalada
equivocada te llevaría al suelo del puerto, unos cuatro o cinco metros más
abajo. Intentar adelantarnos sería suicida. Ya lo habíamos hecho más veces, en
grupo, lo de correr a toda velocidad sabiendo que el que salía el primero
llegaba el primero, y el que salía el sexto llegaba el sexto. Correr en bici
por allí puede ser motivo de que un vigilante o carabinero con un mal día se chive
y aparezcamos en la lista; ya nos ha pasado, y el precio son cuatro semanas, pero
la emoción de correr junto al vacío supera muchas veces el miedo al posible
castigo. Además, casi nunca se chivan.
En el faro, sobre una plataforma
amplia, nos bajamos de la bici y nos sentamos a secarnos el sudor y recuperar
la respiración. Con el espíritu tranquilo por el esfuerzo. Las campanas de la iglesia
principal se ponen a sonar como locas. Es por mi padre, le digo a Fernando, lo
van a enterrar. Mi padre era concejal y se merecía eso y más, pienso, seguro de
no equivocarme. Quiero ir a verlo pasar, le digo.
Sin habernos recuperado todavía, bajamos las bicis por la
escalerita y salimos a toda velocidad del puerto. Fernando ni me discutió la
idea: él habría hecho lo mismo y le parece justo. Esta vez vamos por la
carretera, salimos del Puerto y giramos a la izquierda, metiéndonos luego por
la Rambla, que es el camino lógico para llevarlo desde mi casa hasta la
iglesia. Al final de esa calle ancha ya hay gente amontonándose en las dos
aceras. Se escucha la música de la banda municipal. En cualquier momento
girarán a su derecha y aparecerán. Apoyándonos en las bicis, nos encaramamos a
una de las ventanas del Banco de España, un lugar desde el que se puede ver
todo estupendamente, sujetándonos de los barrotes. Los de la banda municipal,
con un lazo negro en la manga derecha, entran en la Rambla. Enseguida lo hace
el coche fúnebre, tirado por cuatro caballos con adornos negros. Ya no me
parece que una ventana sea el sitio apropiado para ese momento y le digo a
Fernando que voy a ir a la acera. Me bajo y con la bicicleta, pues no podía dejarlo
a él al cuidado de dos, intento abrirme paso hasta la primera fila. Voy
totalmente despeinado y con la camisa empapada de sudor. Los espectadores
protestan de que quiera pasar a primera fila con la bicicleta. Entonces explico
la razón y la lógica de mi deseo.
—Soy el hijo del muerto.
La frase les enfada. Empiezan a
empujarme hacia atrás y a pegarme. Sólo me importa proteger la bicicleta, que
no es mía. Fernando baja corriendo y me ayuda a salir de allí, tirando de mí y
de la bici hacia atrás.
No ha sido para tanto. La bici está
bien y yo solo tengo la cara roja de las bofetadas, la camisa rota por el
cuello y manchada de sangre, por un golpe en la nariz. Volvemos a subir a la
ventana y desde allí veo pasar el coche negro en el que hay un ataúd, dentro
del cuál está mi padre. Lo imagino como la última vez que le di un beso, pero
con los ojos cerrados, ya sin mirada.
Tras el coche va el cortejo,
encabezado por mis dos hermanos mayores. De pronto, me da vergüenza estar allí.
Vámonos, le digo a Fernando. Reacciona al instante y enseguida hemos salido de
la Rambla por una calle lateral. Corremos por toda la ciudad, cuidando de no
volver a cruzarnos con el cortejo. En un parque nos paramos y nos quedamos
mucho tiempo a descansar, sentados en la hierba. Con el dinero del domingo, que
él sí tenía, compramos una botella mediana de gaseosa, dos cigarros de
matalauva y unas cerillas. Nos terminamos la gaseosa de un trago cada uno, encendemos
y fumamos uno de los cigarros, nos tumbamos mucho rato mirando hacia arriba y
nos fumamos el segundo. Volvemos a casa de Fernando, dejamos las bicis en el portal,
con la cadena puesta, subimos y entramos en la casa, procurando que nadie nos
vea. Me lavo las manchas de sangre y él me da una camiseta. Echa la camisa manchada
y rota a la cesta de la ropa sucia. La lavarán y la coserán, me dice, nadie se
preocupará de saber de cuál de mis hermanos es.
Le digo que voy a pasear y luego
volveré a casa, que no quiero quedarme a comer. Me quiere dar parte del dinero
que le queda, total ya no le da para la entrada del cine, pero no lo acepto.
Cruzo la ciudad y entro en el puerto pesquero, el que siempre está abierto
porque no atracan barcos, donde sé que habrá muchos pescadores de caña. Voy
hasta el muelle final, el que da al mar abierto. Les veo pescar con la
paciencia con la que lo hago yo allí algunas tardes de verano. Miro el mar.
Procuro recordar la cara de los que me han pegado. Memorizarla. La vida es
larga y puede que tenga ocasión para la venganza. Soy un superviviente, me
digo. Lo era desde antes de nacer, cuando mi madre estaba enferma y era dudoso
que llegara al parto, como me habían contado varias veces. Pregunto la hora y
son casi las cuatro. Seguro que nadie me estaría esperando. Pensarían que
estaba con Fernando. No he comido, pero tampoco tengo hambre.
Al llegar a casa les doy un beso a
todos. Me preguntan si he comido en casa de mi amigo y les respondo que sí.
Hablan de cosas que no me interesan y no les presto atención. Pienso en el
coche negro. Pienso que la vida va a ser distinta desde ahora, pero ni siquiera
me pregunto cuáles serán los cambios. Sé que serán malos. Me siento en una
butaca del mirador. Me centro en la plaza de abajo. Nadie pasa a esas horas y
así me es más fácil dejar de pensar. Fijándome en la luz del sol sobre las
baldosas, me quedo dormido.