Ardilla lo niega, porque me mira con buenos ojos. Reconoce que me gusta discutir más que a un tonto una tiza. Y si es a cara de perro, mejor. Pero tras ver algunas de esas discusiones, de horas, con su hermano; y darse cuenta de que una hora después cada uno defendía lo contrario a su posición inicial, comprendió que se trataba de una divertida actividad deportiva. Como niños que empiezan una guerra de bolas de arena húmeda. Es cierto que alguna vez la discusión no ha sido “deportiva”, sino sentida (sobre todo dentro de una organización). En esos casos, al llegar a casa me ha dicho “todos te consideran una buena persona, pero eres un hijo de puta”. Sin embargo, eso habrá pasado tres veces en toda nuestra vida; como mucho, seis veces.
El Heredero sí que me pilló bien pillado. La gente que me conoce me suele querer y ve más la “mirada bondadosa”; pero él, que una noche nos encontrábamos en un bar y tomábamos cada uno 5 whiskis con cocacola y yo pagaba los diez (¿no soy un padre adorable?), pero tres días después me tocaba “hacer de padre”, sabía de lo que estamos hablando. Además, por su estilo de vida estaba acostumbrado a ver muchos más policías que toreros y futbolistas. Y me lo decía siempre: “tienes cara de madero”. Yo le respondía que con mi edad no “podía” ser madero; a lo que él añadía: “Es peor, tienes cara de jefe de la madera, tan metido personalmente en el asunto que se introduce en las manis para recordar caras y luego saber a quién hostia. Y si vas conmigo peor, porque me haces parecer un joven infiltrado que te acompaña; por si pasa algo, “repartir”. La discusión no podía pasar de ese punto muerto, carentes de pruebas. Pero...
Un día que veníamos los dos de una exposición en la Biblioteca Nacional, subíamos por la calle Génova y pasamos por la acera de la Audiencia Nacional, se me cuadró el primer Guardia Civil y, lógicamente, lo hicieron todos los demás. Una vez pasada la Audiencia, se echó cuan largo es en un banco y se retorció de la risa. La eterna discusión la había ganado él. Meses después, fui por la tarde al bar de copas del compañero de mi sobrina. No lo frecuentaba porque las más de las veces me invitaba, y eso cansa. Cuando entré, mi sobrino-político estaba en la cocina y había un camarero que no me conocía. Pedí un “sol y sombra”, me lo puso y entró en la cocina. Apareció la cara del dueño y se descojonó, diciéndole: “Qué va a ser un madero. Es mi tío”. Como lo contó a la familia, y llegó a conocimiento del Heredero, mi causa quedó definitivamente perdida.
Dado que me gusta ir solo a las manis (ya me encontraré con alguien, pienso), he pasado algunas situaciones incómodas, pero todo lo anterior es la introducción a la historia que quería contar.
El sábado 12 de mayo, la Columna Norte iba a pasar cerca de mi casa. Cuando oí el follón a lo lejos, bajé y me uní a ella. Antes de llegar al final de la calle San Bernardo, ya se había establecido un status quo. Todo el mundo iba más o menos apretadito menos yo, rodeado por un círculo vacío protector de tres o cuatro metros de radio. Pensaba que era casualidad y avanzaba unos pasos para meterme entre la gente. Al cabo de un minuto, ya me volvía a rodear el círculo de vacío. Pensé si me estaría echando horrorosos pedos silenciosos y presté atención: no era tal.
Ya en Sol, todos apretujados, el círculo se reducía a 20 cm, pero la gente seguía desconfiando de mí. Hasta que encontré a dos amigos y, ya con ellos, pude restregar mi sudor con el de los compañeros indignados.
Si es cierto que uno nace con la cara que dios le dio y muere con la que se merece, ¡mal vamos!