La segunda mejor mecedora
Coño Abelardo,
qué susto, le dije a mi hermano cuando me encontré balanceándose sola la
primera mejor mecedora al volver de la cocina con hielo en el vaso en el que me
iba a servir el bourbon.
Le estuve
esperando un año, por eso que dicen de que los suicidas pasan un tiempo
confusos por ahí, pero tras ese tiempo pensé que le había pasado como a Papá y
ocupé la mecedora buena. Claro que, como ya vivía solo en casa, era más una
cuestión de comodidad que de prestigio. No hay ni que decir que, al percibir su
retorno, respeté su primogenitura y me llevé el vaso con hielo a la mesita de
la segunda mejor mecedora, trasladando después la botella, el cenicero, el
tabaco y el mechero. En casa, los hombres, hemos sido de mucho beber, mucho
fumar y mucho hablar entre nosotros
La elección y
disposición del mobiliario no era fruto del azar, sino una muestra de respeto
dentro de la familia; una familia con sus manías, como todas, pero con un
respeto excesivo a la posición jerárquica. La segunda mejor no solo era un poco
peor que la primera, sino que además la mesita de al lado estaba, a propósito
por supuesto, a una altura inferior y resultaba menos cómoda. Cuando Papá envió
al Abuelo a la residencia, pudo ocupar por fin la primera, mi hermano gemelo
Abelardo, que había sido el primero en nacer, la segunda. Para mí había un
sillocinto de esos que no tienen brazos, sino que por el lateral suben una
especie de paredes con un borde que no te permite apoyar los brazos y quedas
encajonado. Algo bastante conveniente al poco prestigio que tenía en la
familia. Tienes una conversación bastante insulsa, me decían a veces Papá y
Abelardo. Eso me cabreaba, porque allí remetido, sosteniendo sobre los muslos
la copa, el tabaco, el mechero y el cenicero, bastante tenía con concentrarme
en no echarme encima la bebida y las colillas. Confieso que no siempre lo
conseguía.
Hasta donde puedo recordar, en mi familia
siempre había un padre que tenía un solo hijo varón, a los que les
correspondían respectivamente la mejor y la segunda mejor mecedora. Muerto el
padre, el hijo huérfano pasaba a ocupar la primera y el nieto la segunda. Era
una disposición temporal, porque el fallecido reaparecía, la mecedora se ponía
a balancearse sola y, durante un tiempo indeterminado (nunca se entendió muy
bien por qué y cuándo retornaban; y menos todavía por qué un día desaparecían
para siempre), el nieto retrocedía un puesto jerárquico y pasaba al silloncito
incómodo que carecía de mesita auxiliar. Las mujeres tenían un sofá y unas sillas
de enea. Nunca, ninguna de ellas, sintió el menor deseo de retornar (o dicho
más científicamente, sin juicios de intenciones, ninguna lo hizo).
El regreso de
mi abuelo fue inmediato. En sus últimos años de vida, a mi padre el abuelo le
sacaba de quicio, porque la verdad es que tenía un carácter imposible; también
porque, dada su longevidad, a mi padre le parecía injusto tener canas y seguir
ocupando la segunda mejor mecedora, cuando ya tenía dos hijos varones crecidos
(Abelardo, el primogénito, en el silloncito, mientras yo me las apañaba en una
silla de enea). Así que, aunque el abuelo montó un lío de mil demonios, lo
metió en una residencia de las baratas. Regresó tan rápido que nos enteramos de
su muerte antes de que nos avisaran de la Residencia. Mamá, que tenía un
problema de azúcar en sangre, se levantó para hacer pis, vio que la mejor
mecedora se balanceaba y nos despertó a todos para anunciarnos que Abuelito se
había muerto. Cuando nos llamaron de la Residencia, ya estábamos todos
duchados, bien peinados y vestidos de luto.
Papá llevó tan
mal tener que retroceder a la segunda mecedora, que cogió la costumbre de salir
a por tabaco y no volver en varios días, para cenar algo en la cocina y
acostarse. En cuanto se levantaba, se iba a por tabaco y otra vez lo mismo. Así
que nos acostumbramos a que el abuelo ocupara la mejor, en plan muy tranquilo,
Abelardo la segunda y yo el silloncito. Cuando murió Papá, el Abuelo
desapareció. Ya digo que no sabemos cómo funcionan esos primeros años de la
muerte en los que el espíritu no se decide a despegarse del mundo, pero parece
evidente que su presencia sutil en casa tenía como único objetivo joder a su
único hijo; por lo de la Residencia, supongo.
A Papá, en
cuanto murió en la calle como un borracho, ni estaba en casa ni se le esperaba:
la vida familiar había sido un infierno para él. Supongo que en algunas
tabernillas que me sé de vez en cuando se caerá un taburete.
Ya he dicho que
mi padre, en contra de la tradición, tuvo dos hijos varones: mi hermano Abelardo
y yo, Benito. Gemelos, pero Abelardo fue el primero en nacer y fue bendecido
con la primogenitura. De haber sido trillizos, el tercero se habría llamado
Ceferino, por mantener el abecedario y honrar a un tío materno; pero fuimos dos
(yo quedé marcado para siempre por mi posición servil). Jodido. Y de nuevo estábamos los dos, solos y
juntos hasta que yo muriera o él terminara la preinscripción a donde quiera que
acabara yéndose.
Mira,
Abelardito, dejemos las cosas claras, le dije. Siempre le había jodido el
diminutivo y ahora podía saber que se lo decía para fastidiar. Los muertos lo
saben todo, así que podríamos haber conversado con el pensamiento, pero a mí me
apetecía hablar, ya que tenía a alguien con quien hacerlo. Y muchas cosas que
decirle con mi propia voz. Los dos sabemos que me jodiste la vida desde antes
de nacer, que ya tenía la cabeza dispuesta para salir y de un empujón colocaste
las nalgas, provocando una salida tuya poco airosa que me retuvo, casi
asfixiado, en una esquina. Nací el segundo y fui más enclenque, menos listo,
menos guapo que tú. Me obligaste a llevar una vida de segundón. Ahora mismo,
con tu retorno, me devuelves a ella, pero... esta vez llevo yo la voz cantante
y soy el que te puede animar un poco la vida, o lo que sea que tienes.
Había notado
que se acercaba a mí y aspiraba el humo de mi cigarrillo, que tomaba una
trayectoria recta y luego se esponjaba. Así que le puse un cenicero en su
mesita con un cigarrillo encendido. También añadí una copa de brandy, que era
lo que le gustaba a él, por si tenía capacidad de absorber los alcoholes. Y
vaya si la tenía: llegamos a tener conversaciones en las que le tenía que
rellenar la copa hasta tres y cuatro veces. Cierto que luego todo acababa en la
rejilla de la mecedora y en el suelo, pero vivíamos solos y la limpieza no nos
preocupaba demasiado.
Fuiste el
primero en todo, lo sabes, menos en una ocasión. Fui yo el que conoció a Marta,
me gustó y creo que le gusté. Pero apareciste tú y te la llevaste. Soy químico
y no me costó mucho envenenarla poco a poco y sin dejar rastro. No pensaba que
te fueras a suicidar por amor a ella; era lo que menos podía pensar de ti. Pero
así fueron las cosas. Ahora ya lo sabes; en realidad no sé desde hace cuanto
tiempo lo sabes. Lo hice para joderte la felicidad, creyendo que acabaríamos
envejeciendo juntos como buenos hermanos; hechos unos cascarrabias. Hasta
fantaseaba que encontrarías en mí, en realidad el asesino de tu novia, un
consuelo en la vida.
Y ahora, ¿qué?,
Abelardito. Espera que te dejo encendido otro cigarro. ¿Has venido a joderme o
a portarte bien, pagando tus culpas por todo el daño que me hiciste?