Los pronósticos estaban contra él, por alcohólico, pero
también es cierto que cuanto más bebía él, más comía la gorda de su mujer. Era
su manera de combatir la vergüenza que le daba el comportamiento indecoroso del
marido, quien a su vez intentaba ahogar en ginebra la repugnancia, espiritual
al principio y física después, que ella y la vida que le obligaba a llevar le
producían. Murió ella y él ganó. A la mierda la vida triste en ese barrio. A la
mierda el trabajo de ejecutivo con el que pagaba lo que ella llamaba una vida
decorosa. Nunca le tuvo en cuenta ese sacrificio, nunca sus días de color gris
detuvieron los reproches de ella. A la mierda ella y la vida que había
llevado hasta entonces
Una empresa de subastas se llevó todos los cuadros,
esculturas, muebles, antiguas vajillas, cuberterías de plata y cristalerías
valiosas. Sentado en un butacón, se maravilló del ruido que hacían, el mínimo
necesario; le pareció un sonido ordenado, musical. Hizo dos maletas
diferenciando la de primavera-verano y la de otoño-invierno, cada una con 4
trajes grises, seis pares de zapatos negros de calidad, camisas blancas y dos
sombreros negros. Las apartó, llamó a una ong para que se llevara todo lo que
había quedado en casa. Esa era la condición, que se llevaran todo. Cuando solo
quedaban las dos maletas, vendió los coches, volvió a la casa, que había puesto
en venta, y pidió un taxi. Le llevó hasta un bajo minúsculo que había comprado
con los escasos muebles del anterior propietario. Se fue a vivir a ese barrio
de la periferia de la periferia porque había decidido que los suyos tenían que
ser el contrario absoluto de aquellos que le habían rodeado en su vida de
casado. El pisito era tan pequeño que podía encargarse él del orden y la
limpieza en no más de 10 minutos. Previamente, había llevado ya una amplia
colección de sus clásicos preferidos y unas bolsas grandes con dos abrigos y
dos gabardinas. Pensó que no necesitaría nada más.
Se equivocó ligeramente. Empezó allí su nueva vida, donde
beber no era una ofensa a la decencia y el buen gusto, sino algo que hacen los
hombres de gesto triste, como el suyo. Incluso bebía algo menos, porque le
desapareció la rabia mal contenida. No se podía imaginar a sí mismo sin traje
gris y sombrero negro, pero las camisas y los zapatos ingleses desentonaban.
Los dejó en el bar de al lado, para quien los quisiera. Entró en un chino,
donde compró varias deportivas sin preocuparse por los colores chillones y
varias camisetas de su medida. Ya estaba todo. Ahora empezaba a vivir.
Dando vueltas por el barrio, en círculos cada vez más
grandes, fue conociendo los bares, donde bebía y si tenía hambre comía con
gusto un menú del día o algún bocadillo, con un vino sencillo que le resultó placentero:
del que se bebía a tragos largos, como si fuera agua, rascando la garganta.
Encontró en una esquina un parque de pequeño tamaño y lo incluyó en sus paseos.
Un día, al llegar al final vio en un banco a tres personas bebiendo vino de un
brick: una mujer muy delgada, un hombre hosco que miraba al suelo y un gordito
que parecía afable.
—Jefe, ¿nos das unas monedas para reponer el vino?
—Como sabéis dónde lo venden, comprad cuatro —respondió
dándoles un billete de 20 euros—, si me admitís como compañero, claro.
El hombre hosco cogió el billete y salió zumbando.
—Siéntate con nosotros, amigo. Yo me llamo Herme, de
Hermenegildo y esta es La Paca.
La Paca ensayó una sonrisa, mostrando una dentadura
lamentable. Saludó y, con Herme interpuesto, le llegó a Samuel un tufo agrio.
No le importó, porque sabía por la lectura de El
infierno de Dante y algunas
experiencias personales que el mal olor no era un tormento duradero, ya que la
nariz se habitúa a él con facilidad.
—Me llamo Samuel.
—Tú te llamarás así, pero en el barrio te conocemos como
El Trajeáo. Eres todo un personaje. A mí me caen bien los que no meten líos.
Gente tranquila como tú. El que ha ido por el vino es Legía, porque estuvo en
la legión.
Samuel invitó a fumar y lo hicieron en silencio, como si fueran
buenos amigos de toda la vida. Se sintió mejor que en mucho tiempo. Antes de
terminarlos, ya estaba el portador del vino.
—Me ha dado para cuatro y ha sobrado para tabaco. No te
importa, ¿verdad? —dijo mientras pasaba a cada uno su brick personal. Al ver
que todos estaban fumando, abrió el paquete y encendió un cigarrillo.
Bebieron, hablaron poco, se sintieron a gusto y se fueron
cuando el sol dejó de calentar el banco del extremo más tranquilo de parque. Al
salir, quedaron para la tarde siguiente a la misma hora. Samuel ya tenía
pandilla.
Era agradable tener amigos y se aficionó al vino peleón,
abandonando la ginebra, de lo que resultó una mejora de su energía y estado
físico. Hablaban a poquitos, normalmente de anécdotas actuales; salvo que el
vino pusiera llorón a Paca o a Legía y contaran, en una narración confusa,
historias de su vida pasada. Todos escuchaban respetuosamente, sin preguntar.
Samuel y Herme nunca tuvieron una llorona. Hacia las nueve se separaban. Paca y
Legía hacia una residencia en la que les daban de cenar y dormir, Herme se
perdía en la noche y Samuel regresaba al barrio.
Una noche, Herme le hizo una propuesta:
—¿Estás cansado?
—Nada.
—Pues vente conmigo a conocer la noche de otros sitios.
Puedes dormir por la mañana. Invítame al autobús. Para que no te asustes, hoy
iremos por lo que llamo el segundo círculo del centro.
Lo recorrieron casi entero, deteniéndose en varios bares
en los que era conocido y bien recibido. No pagaban en ninguno y en algún
momento el dueño le pasaba unos billetes, que contaba en un segundo abriéndolos
en abanico, como si fueran naipes.
Tanto en los paseos pausados de uno a otro, como dentro,
tomando vino, su conversación era sorprendente. Lo sabía todo de la literatura
clásica, como si la hubiera vivido. También conocía historias que no estaban en
la literatura y pontificaba sobre temas que afectaban a lo más profundo del
carácter humano. Samuel creía flotar en un mar de sabiduría. A las seis de la
mañana regresaban en un taxi que pagaba Samuel. Tenía su lógica, ya que gracias
a Herme habían bebido gratis toda la noche. Estos paseos por los diversos
círculos de la ciudad se repetían un día a la semana, la noche de los miércoles.
—¿Por qué te dan dinero en todos los sitios que visitamos?
—Por las mañanas, hago trapis, organizo a gente que hace
cosas para los de los bares. Se mueven mercancías a buen precio. Eso
requiere estar alerta todas las mañanas, moverme.
—Entonces hay una noche que no duermes y no lo recuperas
al día siguiente.
—No duermo nunca.
Esta conversación se produjo una noche que se habían
quedado solos y no era miércoles. Se acostumbraron a seguir juntos cuando Paca
y Legía se marchaban. Si no llovía, iban más allá del parque, sobre una repisa
de tierra que daba a una pendiente de descenso. Hablaban, fumaban y bebían más
vino, o se quedaban en silencio contemplando las estrellas. Samuel interrumpió
el silencio.
—Me apetece recitarte un pequeño extracto de un himno
homérico.
—Me encanta ese viejo mentiroso. Adelante.
—Es una descripción del dios Hermes: «de multiforme
ingenio, de astutos pensamientos, ladrón, cuatrero de bueyes, jefe de los
sueños, espía nocturno, guardián de las puertas, que muy pronto habría de hacer
alarde de gloriosas hazañas ante los inmortales dioses».
—Ji, ji, jí. Bueno, tampoco mentía siempre. Pero, ¿por qué
me cuentas eso?
—Me ha venido a la cabeza ahora que te conozco mejor.
—¿Te imaginas que eso hubiera sido posible, que Zeus
encargara a Hermes llevar un mensaje velozmente y que, por el impulso, se
pasara de velocidad y no solo cruzara el espacio, sino también el tiempo?
Seguro que llegaría aquí, a este tiempo, que no dura más que un parpadeo de los
dioses del Olimpo, que probaría el vino actual, muchísimo mejor, en su sabor y
efectos, que la asquerosa ambrosía. Sería fantástico pero, claro, no puede ser
verdad. Te veo inspirado, Samuel.
—Cierto, sería bonito; pero no puede ser cierto. Por eso
tenemos que rellenar con fantasía los vacíos de la verdad.