El maletín abandonado
A todos los que cayeron, hubieran hecho
o no aquello de lo que se les acusaba,
y a los que vieron su vida jodida para siempre
para conseguir algo que nos estamos dejando
arrebatar como idiotas.
Cuando los gitanos de las chabolas te dicen que lo que quemas da un pestucio que los va’ matá a tós, es mejor que vayas pensando en marcharte. Que es lo que hizo Javi.
Javi era el gran amigo de mi nueva novia, que me lo presentó la segunda noche asegurándome que nos íbamos a llevar muy bien. Quitando que esa primera noche estuvimos a punto de liarnos a hostias, porque él no estaba dispuesto a que le cayera bien ningún novio de su amiga, pues al final acertó, mi novia, y acabó siendo más amigo mío que de ella.
Durante la segunda mitad de la primavera y a principios de aquel verano maldito, lo visitaba al menos tres días a la semana, casi siempre con mi novia. Con una botella de Garvey recién comprada, bajábamos los dos muy tiesos por Tetuán de las Victorias, donde los domingos se celebraba el Rastro de los pobres y quedaban, para el resto de la semana, los bares más estupendos y baratos que podían encontrarse en Madrid.
Al llegar al extremo de esa calle ancha, la ciudad terminaba. Quiero decir, el asfalto. Solo había un secarral hasta muy lejos, donde se veían casas de obreros, de cuatro o cinco pisos. Tomábamos un camino de tierra a la derecha, girando a la izquierda a unos cien metros, y tras pasar dos charcas que incluso en las épocas más secas se habían convertido en barro, llegabas a un conglomerado de latón que parecía empotrado en una construcción tradicional, que era una cuadra de un gitano viejo en la que guardaba tres caballos, dos mulos y un burro. Javi y yo pensábamos que terminada la época del transporte por tracción animal, había nacido entre los animales y no quería deshacerse de ellos. Por eso inició el negocio inmobiliario de las minichabolas a buen precio. Además, no había que pagar agua ni luz, ya que el gitano viejo se había encargado de hacer los enganches pertinentes y gratuitos.
Al abrir la puerta de latón del complejo inmobiliario, situada a la izquierda, se veía un largo pasillo sin nada arriba que protegiera de la lluvia. A la derecha, doce chabolas, que tras el latón estaban protegidas por dentro por ladrillo pintado de blanco, y al fondo, en paralelo con la puerta de entrada al edificio, el cagadero y ducha comunales, todo en el mismo espacio. Con el detalle de que la ventana daba hacia el sur y las ventanas de las chabolas hacia el norte. Ya era bastante que por ellas entrara el olor a mierda de caballo y de las cocinas, donde todo lo que se hacía era grasiento.
Al entrar en la número ocho, que era la de Javi y su mujer, tenías la impresión de estar en otro mundo. La mujer la había tratado como si fuera una casa de muñecas: el dormitorio, la cocina con un fregadero y la pequeña sala, con una mesa en una esquina, donde ella fabricaba las pulseras hippis de las que vivían, vendiéndolas con poca competencia en el Rastro de La Latina los domingos, y en otra mesa, cubierta por un paño azul desvaído, entre lila y blanco, la pluma y los lápices bien ordenados de Javi y un montón de folios, que iba rellenando con textos casi tan imposibles como él mismo. Nos bebíamos la botella de Garvey, mientras ellas tomaban té con unas gotas de coñá; y luego salíamos a tomar cañas.
Lo recuerdo todo con una claridad casi absoluta, porque el maletín que le dejó Bruno, no sé bien por qué, merece la “claridad absoluta” sin el “casi”.
Un día de junio, me presentó a su vecino de la chabola seis, recién llegado. Decía llamarse Bruno, pero Javi y yo pensábamos que ni de coña, aunque nos daba lo mismo. Había huido de una ciudad gallega porque ya lo habían torturado una vez y ahora, según le dijeron, su vida corría peligro. Era bondadoso, culto, totalmente comprometido con la lucha contra la Dictadura; y tenía mucho miedo. No se atrevía a salir de las chabolas, pero le convencimos de que nadie se iba a fijar en él si venía a tomar cañas y estirar las piernas por Tetuán de las Victorias. Para asegurarse, se dejó bigote y empezamos a pasearle. Incluso aumentamos el número de amigos que, cuatro veces por semana, lo paseábamos en grupo, para que se sintiera seguro.
Hacia el 10 de julio, se despidió de Javi, porque había encontrado un lugar seguro, pidiéndole el favor de que le guardara un maletín, muy pesado. Ya vendría a recogerlo cuando se pudiera mover con libertad, porque pensaba ganarse la vida con lo que contenía. Un poco paranoico sí era, pero quién iba a culparle.
La segunda mitad de julio y agosto, Javi y su mujer se fueron a vender las hipiadas por la costa de Levante y volvieron forrados. Los dos nos encontramos en los periódicos la foto de Bruno, con su verdadero nombre y apellidos, acusado de pertenencia al FRAP y de haber asesinado a un Policía Nacional. Lo fusilaron el 27 de septiembre. Javi y yo nunca nos creímos que hubiera sido él. Además, estábamos acostumbrados a que un porcentaje elevado de las acusaciones eran falsas. El sistema exigía que un delito se saldaba con un culpable presentado a la sociedad, lo fuera o no.
Nos tuvimos que enfrentar al problema del maletín. Una vez fusilado, ya no necesitaba ganarse la vida. A pesar de nuestras dudas fundadas sobre su culpabilidad, temimos encontrarnos con armas. Javi era partidario de vendérselas a un compañero de chabola, que ya sabría él sacarles partido; pero yo le dije que si el arma se usaba y la poli encontraba el menor resto de una huella de Bruno, el usuario del arma no se iba a comer el marrón de dos payos y en menos de un día íbamos de cara a un tribunal militar que nos condenaría a más años de los que sabíamos contar.
Javi lo abrió, con miedo, y encontramos planchas para fundir soldaditos de plomo: una banda entera a pie, cada uno con su instrumento, y soldados de caballería del XIX, todos diferentes. Las debía haber comprado por dos perras en el Rastro de Tetuán. Ese era el secreto y la esperanza de Bruno: fundir y pintar soldaditos de plomo para venderlos por ahí. Fue lo que hizo Javi durante un tiempo, en el pasillo al descubierto de las diez chabolas, hasta que el plomo ardiente soliviantó a los gitanos.
Nota informativa de la Wiki sobre Humberto Baena:
Al finalizar el mismo, volvió a Vigo. Empezó a trabajar de peón de fundición en Fumensa, una empresa de 150 obreros. Allí trabajó durante cinco meses. En 1974 participó en el lanzamiento de cócteles molotov contra una sucursal del Banco de Bilbao en Vigo en protesta por la ejecución de Salvador Puig Antich. El Día 1 de mayo de 1975 se celebró una manifestación en Vigo. En ella, un policía de paisano disparó "al aire" causándole la muerte a Manuel Montenegro, un empleado de Fenosa que se encontraba trabajando en el recinto de la empresa, desde donde estaba viendo la manifestación. Xosé Humberto no participó en ella pero, cuando se enteró de lo sucedido, él y otros compañeros recaudaron dinero para ponerle una corona de flores y una esquela en el "Faro de Vigo". Para publicarla, dieron su nombre y el DNI. Al día siguiente la policía empieza a buscar y a detener a los que participan en la colecta y, para evitar su detención, pues ya conocía los métodos usados para hacer confesar delitos no cometidos, primero decidió huir a Portugal, aunque finalmente se refugia en Madrid para continuar con la lucha política.2
Es detenido el 22 de julio de 1975, acusado de matar a un policía en Madrid. No se tuvo en cuenta un testimonio que declaró que no se parecía al autor del atentado y fue condenado a muerte.