Treinta Años No Son Nada
Todos los que compartíamos el piso nos estábamos preparando
para irnos unos días, debía haber un puente o algo así, a la casa en el campo
de una amiga. Tres chicas, otro chico y yo. Todos estudiábamos en la
Universidad Autónoma, aunque en carreras diferentes. Los preparativos no
llevaban mucho tiempo. Yo lo metía todo en una bolsa militar de las que se
compraban en el rastro, de esas que se colgaban del hombro. Poca cosa: dos
camisetas y tres calzoncillos, un libro y un bloc, un lápiz y un bolígrafo, el
cepillo de dientes. La pasta dentrífica ya se la cogería a alguien. Ah, y una
toalla para la ducha, de las pequeñas.
Sonó el timbre de la puerta y apareció
María acompañando a mi padre, que era el que había llamado. Sonreía
abiertamente. Llevaba bigote, pero al menos no era el bigote fascista,
repulido, que le recordaba. El que llevaban casi todos en aquella época. Me ha
dicho que se viene estos días con nosotros, contó sonriente María. Aguanté el
tipo y simulé una sonrisa. Pero no cabemos seis en el coche, protesté. María
dijo que no importaba, que ella iría en el de Juan, que tenía un sitio libre.
No me hacía ninguna gracia, pero no
me quedaba otro remedio que ocultarlo. Mi padre parecía entusiasmado, me enseñó
la postal que le había enviado a mi madre, comunicándole que se venía con
nosotros. No sé porqué, pero a todos los del piso les parecía una idea
excelente.
Aquella excursión existió realmente. Lo pasamos muy bien,
recuerdo. Pero entonces tenía yo 21 años y mi padre había muerto cuando tenía
11. En el momento del sueño acababa de cumplir 51 y como tanto mi cumpleaños
como su muerte se habían producido en días cercanos de mayo, entre el sueño y
su muerte habían pasado cuarenta años. Treinta entre el sueño y la excursión.
Treinta años no son nada. Cuarenta desde su muerte, para estas cosas oníricas, todavía
son menos. Pero en todo ese tiempo nunca había soñado con él. Y las veces que
lo había recordado eran escasas, anecdóticas. Como si no hubiera existido. Pero
desde entonces volví a soñar con él algunas veces. Incluso la memoria me trajo
recuerdos de cosas que habíamos hecho juntos; siempre agradables. En una de las
ocasiones en que fui a la ciudad donde estaba enterrado, visité su tumba en el
cementerio y sentí una emoción especial.
Sin duda el sueño había sido un acto
de perdón. Pero, ¿por qué se había producido? Y sobre todo, ¿qué era lo que se
había perdonado? ¿Y quién había sido el agente provocador del perdón? Me alegró
que se hubiera producido, pero preferí no buscar respuestas. Todo estaba mejor
que antes y enredar con las preguntas esenciales es siempre peligroso. Tenemos
la falsa creencia de que es mejor saber lo que ha pasado, cuando la realidad es
que la búsqueda de respuestas muchas veces nos devuelve adonde habíamos estado
y donde no queremos estar de nuevo. Ahí es donde necesitamos recurrir a sueños
absurdos. Dar una capa de pintura a paredes en estado indecente.