Bajé por la escalera que subía
Los
hechos que importan solo revelan su significado mediante la repetición. Lo
demás son anécdotas que únicamente por el recuerdo y un análisis posterior,
encadenando lo sucedido (al fin y al cabo, una repetición mental), podrían
llegar a tener significado. Pero con esta reflexión me aparto de la historia
que quiero contarte; y no me queda mucho tiempo.
Hace
unos 20 años, tuve varias veces el mismo sueño sin darle más importancia que la
que merecía la curiosidad de que se repitiera. Era algo tan banal. Carecía de
la emoción que rodea cualquier sueño, convirtiéndolo en decisivo hasta que
despiertas. Los que recordamos suelen ir acompañados de emociones fuertes como
el miedo, el placer, el aturdimiento que produce algo extraordinario; como por
ejemplo cuando sentimos que estamos sobrevolando la ciudad. Precisamente porque
la carga de la emoción nos despierta en mitad del sueño, es más fácil
recordarlos. Me vuelvo a apartar del tema, pero me resulta difícil contar lo
sucedido en estos años sin acompañarlo de los pensamientos que me fue
provocando el desarrollo de la historia.
El
sueño era como un documental de lo que iba a hacer el día siguiente. Todo
previsible, lo que hacía a diario, pero como si una cámara me estuviera
grabando en un plano medio o lejano. Ni siquiera había tomas de una cámara
subjetiva rodando desde mis ojos, como suele suceder a veces cuando soñamos. Me
parecía ser el personaje de una extraña serie dedicada a rodar la vida de un
hombre normal. Una grabación de vídeo tan habitual que hasta reproducía
secuencias, en lugar de una narración continua: me veía a mí mismo vestido,
cerrando la puerta de casa y bajando las escaleras, pero nada más empezar a
bajarlas pasaba directamente a la secuencia siguiente, en la que estaba ya en
la calle. Como si un editor eligiera las partes necesarias para contar la
historia. En la siguiente escena, me acercaba a la boca del metro, la de todos
los días.
El
sueño fue ampliándose. Repetía las escenas anteriores, pero añadiendo parte de
la continuación lógica: aparecía ya bajando por las escaleras mecánicas; días
después, en el sueño llegaba al andén de siempre; semanas más tarde, entraba en
el vagón del metro; al cabo de unos meses, salía de la estación de destino y me
veía caminando hacia el edificio donde trabajaba. Una visión real en la que
salían las calles y los edificios reales, los semáforos en los que me paraba o
que encontraba abiertos. Desde ese momento, el sueño siguió repitiéndose, pero
la historia quedó detenida; no avanzaba. Parecía condenado a ver una y otra vez
el mismo documental. Por aburrimiento, dejé de prestarle atención.
Era
algo tan vulgar que no le di importancia; aunque me cuidé mucho de comentarlo a
nadie. Sin embargo, empecé a pensar en él con cierta aprensión por un elemento
que me produjo desasosiego. Me di cuenta de un detalle al que no le había
prestado atención: en el sueño aparecía exactamente con la misma ropa con la
que al día siguiente realizaba las acciones habituales. Sopesé la circunstancia
y decidí que era algo tan previsible como las acciones que veía en el sueño y que
al siguiente día se producían en la realidad. Los pantalones y los zapatos, los
tenía al lado de la cama; de los calzoncillos y la camiseta, elegía exactamente
el que estaba arriba en el cajón y la que estaba encima en la pila de la balda
del armario; el chaquetón, era el que estaba colgado en el perchero junto a la
puerta. Desde el sueño, podía “adivinar” cómo iría vestido. Seguí pensando en
la sucesión de sueños como algo trivial, desencadenado por una lógica que se me
escapaba y que había dejado de buscar. También mantenía la decisión de no
hablar de eso con nadie, pues si alguien me hubiera contado algo parecido,
habría pensado que tenía un problema mental. De mí, sabía con certeza que no
estaba loco; pero no deseaba exponerme a que otros pudieran pensarlo.
Cuando
llevaba ya casi un año, con esos sueños que solo me dejaban una ligera
sensación de desagrado, durante el sueño centré por primera vez la atención en
uno de los personajes que compartía la escena, quizá porque se trataba de una
chica extraordinariamente guapa, y contemplándola el sueño terminó. A la mañana
siguiente, en el vagón del metro, exactamente en la posición y postura que en
el sueño, con la misma ropa, estaba la joven. Me sentí tan mal que me bajé en
la siguiente estación. Entré a tomar un café, fui al baño y vomité; después
llamé al trabajo para decir que estaba enfermo y pasé el día dando tumbos por
la ciudad, en estado mental de desconcierto. Me preocupé tanto que, por primera
vez, la palabra que usé para esos sueños fue la de “pesadilla”.
Pasé
unos meses muy malos, aceptando que realmente tenía problemas mentales. Busqué
la ayuda de un psiquiatra, al que le conté todo menos lo de la joven “repetida”
en la realidad, seguí un tratamiento y no volví a tener esas pesadillas durante
casi un par de años. Después volvieron, con mayor intensidad y frecuencia, a lo
que se añadió un elemento de desasosiego.
En
la pesadilla, me apartaba de mi trayectoria previsible. No tomaba el metro,
sino que caminaba o paraba un taxi. Por supuesto, las primeras veces no me
aparté de mi rutina; pero en cuanto dejaba de cumplir la predicción comenzaba a
sufrir una fuerte migraña que me incapacitaba para el resto del día. Decidí que
en la siguiente ocasión seguiría las pautas de la “visión” nocturna (la palabra
“pesadilla” me resultaba ya imprecisa para describir lo que me estaba
sucediendo). Eran siempre pequeños cambios de guión que, una vez cumplidos, me
permitían regresar a lo que de verdad tenía que hacer. Las consecuencias
volvieron a ser inquietantes: en lugar de la migraña, el resultado de mi
obediencia era una sensación de euforia, un bienestar físico y mental potente.
Así pasé un año, con esos pequeños cambios que no me impedían seguir luego con
mi rutina, aunque no me podía deshacer de la idea de que me estaban “domando”
como a un perro o un caballo.
Era
ya evidente que pensaba cumplir en la vida diurna la visión que se me había
revelado. La de una noche rehizo totalmente la primera mitad de esa mañana,
conduciéndome por un laberinto de transportes hasta una esquina de la periferia
de la ciudad en la que compré un cupón a un ciego. Después volví al trabajo,
poniendo una excusa por el retraso. Ya te puedes imaginar que ese cupón obtuvo el
premio mayor. Los largos trayectos, que me obligaban a retrasar la llegada al
trabajo, a veces incluso a no asistir, provocaron mi despido. No me importó,
claro, porque no solo tenía dinero, sino una confianza ciega en que todo me iba
a ir bien.
Querida,
me es absolutamente necesario abreviar, porque llevo más de dos días sin dormir
y no pienso hacerlo. Además, lo que te voy a contar ahora ya lo sabes, aunque
desconocieras hasta el momento la causa de que me sucedieran esas cosas. Me fui
convirtiendo poco a poco en el hombre seguro de sí mismo y tranquilo que tú
conociste. El hombre hecho a sí mismo, lo bastante rico para llevar una vida
cómoda sin llamar la atención, con relaciones en todos los grupos sociales.
Por
supuesto que, como no soy creyente, intenté fabricar una explicación
materialista: por alguna razón, se había activado una parte de ese cerebro del
que dicen que solo usamos entre el 7 y el 10%: yo estaba usando un porcentaje
superior. Era mi propio cerebro, con una gran capacidad de conocimiento que no
usamos, el que había tomado las riendas de mi vida: mi yo era movido por mi yo.
Nada que produjera espanto, sino más bien una sensación tranquilizadora. Pues
bien, no me pude creer demasiado tiempo mi superchería. Evidentemente había
“algo” y ese algo era exterior a mí. Eso se hizo patente cuando las visiones de
la pesadilla empezaron a actuar no solo para mi beneficio personal, sino que me
convirtieron en un mandado. Por ejemplo, siguiendo las pautas de la visión,
llamaba a un conocido para quedar con él y presentarle a otro conocido. Cosas
así. Ese “algo”, que no me hacía creer en un dios, pero sí en una fuerza
externa, de naturaleza distinta a la mía, me había llevado hasta donde estaba
para utilizarme para sus planes. Inquietante, ¿verdad? Lo suficiente al menos
para perder el placer de vivir.
Ahora
he de hacerte una confesión: fue entonces cuando, perdido el interés por la
vida, una noche soñé el modo de conocerte. Tu presencia junto a mí me ha
transformado, me olvidé de todas mis sensaciones negativas. Pero el hecho era
ese: no fuiste fruto del azar. Fuiste “otro” regalo más, concedido por lo
externo. Comprenderás que no podía hablarte de eso, así que no voy a excusarme.
Lo
terrible es que con el tiempo he llegado a preguntarme si los nuestro no sería
un doble juego, si tú viniste al lugar de encuentro porque lo habías soñado
así. No me puedes decir nada, claro, pero la idea de que también se te puede
definir como una mujer hecha a sí misma me ha instilado la sospecha y me ha
creado un desconsuelo que tu presencia no puede deshacer. Si los dos somos el
objetivo, y ahora estoy convencido de que es así, no somos dos personas libres
y autónomas que se aman, porque ni tú ni yo tenemos indentidad. Con esta
convicción, se ha destruido la última barrera defensiva de mi vida.
No
me queda otra opción que la de desaparecer: quiero dejar de ser el recadero de
ese “ello”. El abogado que compartimos tiene firmada ante notario la cesión que
te hago de todos mis bienes, él te dará todas las explicaciones formales. Pero debo
abandonarte y desaparecer. Te confieso, es mi última confesión, que tengo miedo
de cuál será el significado real de esa desaparición. Desconozco lo que
sucederá con mi conciencia, y no uso el término en un sentido moral, sino como
el conjunto de mis conocimientos, sensaciones y recuerdos, ahora que sé que
existe algo distinto y superior, con el que puedo tener unas obligaciones
firmadas que no sabía que había rubricado. Desde el temor más profundo, que me
convierte en inviable, recibe todo mi amor.
Moraleja:
ResponderEliminarNo conviene pasarse de fumada, pinchada o esnifada...jajaja
Salud
¡¿Cómo que no conviene?! ¿No te da pena el muchacho, que vendió su alma al diablo neoliberal?
ResponderEliminarMe referida al que escribió el relato...jajajaja
ResponderEliminarPerdona, amigo, estoy contento y de broma...jajaja
Salud
En tal caso, GENÍN, nada que objetar. A los autores hay que darles duro, ¡si lo sabré yo!
ResponderEliminarUn abrazo
Bah...el tipo no debería preocuparse tanto: todo el mundo sabe, desde Alonso Quijano a Augusto Pérez, que los personajes de ficción siempre acaban rebelándose y haciendo lo que les da la gana, por mucho que el autor piense lo contrario.
ResponderEliminarNo intentes liarme al personaje, C.S., porque aunque no crea en dios, cree en mí, su padre, autor y creador, y no se me rebelaría.
ResponderEliminarBesos
¡Vaya pesadilla¡ Desde luego¡ Pero la de ella ¡claro¡
ResponderEliminar¿Qué es esto, romper por carta? Y encima con la excusa de un otro "algo" que te maneja, yo te estamparia la entrada por donde entrase¡
:)))
Sonrisas y abrazos
Visto así, me parece mal que no alabes la elaborada calidad de la excusa.
ResponderEliminarMás sonrisas y abrazos.