Ella lo quiso así
Estábamos follando aquella noche, una
de las tres veces más o menos que lo hacíamos cada semana, con esa casi
languidez que da el tiempo y el conocimiento del cuerpo del otro. Un trabajo de
precisión con unos resultados aceptables sería una buena definición del proceso.
De pronto, improvisando fuera del papel, María, que en ese momento estaba
encima, se separó un poco de mí, me regaló una sonrisa lasciva que ya no
acostumbraba a usar y me dijo que ese mediodía había estado en un hotel
follando con un compañero que yo conocía. La polla, que estaba cumpliendo bien
su papel, se me puso burra. Ella reaccionó inmediatamente. Lo noté no en la
mirada, sino en un gesto animal en los músculos que rodeaban los ojos, en que
empezó a sudar, en que la cara interior de los muslos se le humedeció. Al
terminar, fumando con una mano y cogidos amorosamente de la otra, sonreíamos.
La semana siguiente, fui yo el que,
pretendiendo responder a su sinceridad con la mía, le confesé que a la salida
del trabajo había acompañado a mi colega Patricia a su apartamento, muy cercano
a la oficina, y me la había tirado. El efecto fue inmediato. Cuando habíamos
coincidido mi mujer y yo con ella, en una cena o a la salida del trabajo, había
bromeado muchas veces diciéndome que cuando estaba Patricia delante, los ojos
se me iban a sus tetas. La verdad es que las tenía preciosas. Me lancé a fondo
en la invención, dando toda clase de detalles. María entró en un estado de
exasperación sexual, que enseguida me contagió.
Tras unos meses de recuperación del
sexo del principio de la relación, la estratagema flojeaba. Mientras fumábamos
agotados en la cama, fue ella otra vez la que tuvo una idea. Me dijo que el
escenario de nuestras invenciones estaba perdiendo credibilidad, que sería una
buena idea que cada fin de semana, el viernes, uno de los dos saliera y llegara
tarde. Desde entonces vivíamos en un sobresalto. En esas horas que me tocaba
quedarme en casa, pensaba a ratos que era un juego, pero poco después dejaba de
verlo como tal. La angustia de los celos me descomponía mentalmente, pero me
recomponía físicamente: solo deseaba que volviera para follarla salvajemente,
en un rito que tenía algo de castigo y otra proporción igual de cariño y
agradecimiento. Lo mismo le sucedía a ella cuando era yo quien regresaba de
madrugada. Durante el resto de la semana, nos besábamos, nos olisqueábamos
buscando otros olores. Habíamos reintroducido la animalidad. En realidad, recuperábamos
ese olor del otro en los primeros tiempos; el que se pierde irremediablemente
con la proximidad excesiva.
No sé lo que le pasaba a ella, pero a
mí me resultaban tediosas esas horas en las que tenía que trasnochar a solas,
siempre en una zona que no fuera la nuestra para que ningún conocido revelara
que nos había visto solos o charlando inocentemente con amigos. Las reglas de
la invención son complicadas... y deben incluir una defensa de la posibilidad
real de que no sea una invención. También por esas reglas, el que regresaba a
casa lo primero que hacía, antes de encontrarse con el otro, era darse una
buena ducha que eliminara posibles olores de un extraño o extraña. Teníamos que
eliminar los rastros; o mejor dicho, evitar que se pudiera notar que esos
rastros no existían.
Al principio me llevaba en la bolsa un
libro de filosofía, para pasar las horas en una mesa o barra de bar. Era un
reto a mí mismo: había notado que estaba perdiendo capacidad de concentración,
así que, ¿había un ejercicio mejor que
leer filosofía en un lugar ruidoso y lleno de movimiento? Además, no podía
subrayar el libro ni tomar notas en un cuaderno porque nos espiábamos y, si
hubiera encontrado esas notas, María habría sabido que la aventura sexual no
había existido.
Una noche descubrí que un hombre
joven, bebiendo combinados y leyendo a Hegel, resultaba atractivo para la mujer
que estaba en el taburete de al lado. Y una vez que esa desconocida hubo
iniciado el acercamiento hacia mí, me resultó fácil hacerlo yo otros viernes, cuando
a mi lado, en la barra, había una mujer que me provocaba sexualmente. La idea
de que a María le pudiera pasar lo mismo con otro hombre me violentaba.
Cierto que a veces se producían entre
nosotros conversaciones y actitudes algo violentas, sobre todo cuando uno de
los dos regresaba. Las terminábamos desnudándonos el uno al otro con
impaciencia, luchando por someternos, abandonándonos a la furia de un deseo
insoportable. María era muy hábil para la violencia gestual. Por ejemplo, le
gustaba lamer y chupar mis dedos, como si señalara lo que le había hecho a
otros en otra parte anatómica. A mí, en cambio, se me daba mejor la violencia lingüística.
Aprovechaba su resistencia a pronunciar ciertas palabras, como cuando me
preguntaba si le había lamido abajo a la amante ocasional. Le insistía en que
lo dijera como una adulta y la presionaba, sin soltar la mordedura, hasta que se
veía obligada a soltar el ¿le has comido el coño? En ese momento, al pronunciar
la palabra coño, se liberaba por primera vez.
Todas nuestras violencias estaban
totalmente alejadas del sadomasoquismo, por supuesto. Sosteníamos una guerra
simple de poder cuerpo a cuerpo y usábamos los celos como desencadenante que
pusiera fin a esa sensación de que no había peligro, de que no era necesario
que hiciéramos nada para mantener en plena forma la relación. Los enemigos de
fuera, imaginarios o reales, nos forzaban a luchar por apropiarnos del cuerpo y
del amor del otro. Habíamos puesto fin a la sensación de dar por supuesta la
atracción que cada uno sentía por el otro. Habíamos matado el aburrimiento.
Y pasó el tiempo, llevándose con él muchas
necesidades que habían dejado de serlo. Aunque no resulte moderno, conviene
reconocer que a partir de unos ciertos años follar, lo que se entiende por eso,
deja de ser atractivo. Si esto no fuera cierto, no habría tantos cuarentones y
cincuentones poniéndose ciegos de cocaína y pastillitas ilegales para lograrlo.
Después de los años a los que me
estoy refiriendo, hace ya mucho que redescubrimos el placer inmenso de hacer el
amor con esa casi languidez que da el tiempo y el conocimiento del cuerpo del
otro, de realizar un acto amoroso de precisión y sabiduría. Qué alivio que
pusiéramos fin a esa pesadez que era para mí, supongo que también para ella, el
que un viernes de cada dos me viera obligado a salir solo, cansado y
somnoliento tras la semana de trabajo,.