Nos comíamos unos a otros las palabras
Mi madre vivía en una casa con pista de tenis y un pequeño soto. De no haber sido por su pasión por el té, que la obligaba a bajar a la cocina para que le llenaran la tetera de agua caliente, estoy convencido de que habría abandonado la casa paterna sin saber siquiera en qué parte del semisótano se encontraba la cocina. Y mi padre era un tipo alto y fuerte, pero de clase media tirando a baja. Como se murió siendo yo pequeño, lo recuerdo muy alto, aunque algunas fotografías me confirman que era más alto que la mayoría.
Mi madre se va a vivir con él y tiene que limpiar la casa, hacer la compra con pocos recursos y cocinar. Y tiene hijos, que es un proceso natural; pero la cocina no es un proceso natural: aprendes a cocinar o no; y ella nunca aprendió. Con los años, se va a vivir con ellos la hermana soltera de mi padre, que algo sabe del asunto; con más años, aparece una criada que sabe cocinar, tiene unas manos enormes, me lleva al cine (porque han pasado ya tanto años que he nacido) y me tapa los ojos cuando la guillotina va a cortar una cabeza o hay una escena de violencia que es, precisamente, la que yo quiero ver.
Pero ya es demasiado tarde para ver con emoción esas escenas que quise ver cuando me lo impidieron; igual que vino tarde la cocina apetitosa como para que se recuperara el aprecio por la comida. Por lo que sé de comer en familia, solo en festivos y vacaciones, como nací tan tarde el ambiente y los protocolos estaban creados y sellados. Para no extenderme, citaré el caso de Padre, que si le ponían un plato rebosante se le quitaba el apetito, normalmente grande, y el de Madre, que comía como un pajarito. A partir de ese modelo, se desarrolla la estrategia alimenticia como a cada miembro de la familia le da por ahí. Nacido de una madre ya enferma por comer tan poco, heredé los defectos paterno y materno, además de una serie de incapacidades del tipo “si como de esto me salen ronchones rojos; y si de aquello, manchas verdes”. Otros hermanos, adoptaron lo que les deparó las leyes de Mendel.
Mi casa, para otros temas tan ordenada y hasta rígida, se volvía liberal en la mesa: laissez faire, laissez passer. ¿Podía una familia cristiana de puertas para fuera en la que todo se hacía como se hacían antes las cosas, compuesta por personas que se querían mucho y se respetaban, ser disfuncional en un aspecto importante de la vida? Por supuesto que sí. ¿Y buscó y encontró un modo de compensarlo? También que sí. El trasiego de platos vacíos, mediados o enteros —en estos últimos con los alimentos removidos en círculos tan perfectos que la alcachofa que ocupaba el noroeste a la llegada del plato retomaba su posición inicial en el momento de volver a la cocina—, encontró el modo de pasar inadvertido.
Solo una conversación trepidante, vigorosa y rica en experiencias podía ocultar la situación. Nos comíamos unos a otros las palabras: pocas veces me he divertido tanto como en esas charlas de mesa de comedor. Pero de todos, fui el más radical: comer delante de otros me produce vergüenza; y ver comer con ganas a los demás me da vergüenza ajena.
Pero eso no va a pasar contigo, cariño, no llores. Sé que todo esto te lo debería haber contado antes de que me invitaras a la primera cena en tu casa. Los platos deben ser deliciosos y te quiero ya tanto que me encanta verte comer, estás guapísima comiendo con voracidad, pero no me gusta que lo hagas llorando. Deja de llorar anda, que quiero que termines de comer para empezar a besarte.
En mi casa regia la ley de, "No se deja nada en el plato", "No se apoyan los codos para comer" y no se hace esto ni lo otro, y curiosamente jamás les escuché decir, "podéis hacer esto y lo otro".
ResponderEliminarYo también le veo muy grande a mi padre, debe de ser por que me quedé huérfano de muy niño...
Salud
Desde luego, ese cierre le da a tu relato una dimensión distinta. Relatos que degluten otros relatos como excusa para comerse luego los personajes entre sí. Bien por esas dosis tímidas de ironía. Me gusta encontrarla en tus textos.
ResponderEliminarUn abrazo!
Yo naci en Israel, me crie hasta los diez años con mis abuelos paternos en una gran casa, que es como una pequeña villa con un gran caserio y una cocina que cubria casi la mitad de la casona, en donde vi preparar muchos manjares cosechados en la misma villa, y en donde comiamos de diario, mientras no viniese nadie importante el comedor de visitas no se usaba, tenia unos muebles de una madera fina traida de bolivia y los dibujos eran como marcados a fuego, en donde habia mucha vajilla blanca como la nieve y los vasos y copas tenian dibujos en el borde final como hechos a mano.
ResponderEliminarCuando habian fiestas religiosas judias, mi abuela y sus dos ayudantes se matan cocinando comida, en donde ella era experta en reposteria y platos a base de cereales y verduras, que lo dejaban a uno con el ombligo borrado...Pero siempre repare al igual que tu, en la escasa comida que mi abuela tomaba a diario, que era su sagrada sopa de pollo con calabaza y cebolla, mezclada con albaca, pero nunca la vi comer mas abundante, como si se limitase a si misma, por aquella escasa nutricion, sufrio mas tarde de un agresivo cancer gastrico,que se la llevo en solo 18 dias, dejando la cocina de casa huerfana y esos momentos en que mi abuelo, mi abuela, y yo nos sentabamos a ese meson de madera rustica en que habia una cocina a leña con una gran chimenea que pasa de olor a humo todo el sitio, tiñiendo con su olor las cebollas y especias en rama que se cultivaban en la huerta, que luego colgaban de unos ganchos carniceros y ayudaba a secar los quesos de chivos que se hacian en una pequeña lecheria que tenia mi abuelo...
Mientras cenabamos, siempre escuchabamos la radio inglesa de la BBC, y siempre me pregunte por que?, tambien era sagrado no hablar y no sorbetear la sopa, ni mostrar la comida como una vaca rumiante, y usar la servilleta de manos y el agua de manila puesta en la mesa en una fuente de cristal con dibujos de relieve fino.
NáN me has llevado al pasado de mi niñez, en que disfrutaba comiendo de comida sana, en que el arroz era lavado 7 veces antes de granearlo y en donde los huevos habia que ir a quitarlos a la gallina, sin que esta te diese de picotazos, tambien recuerdo como la villa tenia muchos arboles frutales y un arbol que daba algodon que mi abuela sacaba con mucho cuidado y me mostraba con unas manos muy delagas de dedos delicados, tambien habian muchos almacigos de tomates que se daban en grandes vergeles colgando casi como un milagro de color rojo...
Recuerdo las oraciones de los dias viernes antes de Sabbath y todo ese ritual que hoy mas me parece una exageracion, pero de aquella me hacia imaginar que Moises vestido de su epoca mesianica, se sentaba a comer todos los latkes ( frituras )y los jalots hechos por mi abuela.
Tambien recuerdo que una vez mi Padre envio un paquete desde EEUU con alimentos en lata y en papel brillante plateado unas pastillas del tamaño de un euro que eran pastillas de leche, que se echaban a la taza y le dejabas caer agua y se convertia en leche y el papel escrito en ingles decia que aquel alimento era propiedad del gobierno federal de los EEUU de norteamerica.
Me has devuelto al pasado que no olvido y al escribir pude sentir el sonido de las tarteras y de ese olor a leña quemada, y el aliento caliente que le salia a cada plato servido.
Saludos
GENÍN, es un relato de lo "posible". Una conversación de amor. "Toda relación con la vida del autor será mera coincidencia". (Y si no es "coincidencia", no importa).
ResponderEliminarUn abrazote.
GEMMA, coincides con lo único que me gusta a mí de la historia: descubrir al final quién está hablando y en qué circunstancias; que no sea un golpe de efecto, sino una “revelación” del ámbito.
Gran abrazo.
¿Sabes, ROCIOLAT?, me agrada desencadenar las historias de quien me leen. Tu historia me la he leído dos veces y es muy hermosa: la mirada bien atenta e inocente de una niña de 10 años en el territorio mental irrecuperable de la familia de la infancia.
Como a ti ya te he hablado de esto en el otro blog, déjame decirle a Rociolat lo que me ha gustado su historia. Porque me ha encantado, verdaderamente.
ResponderEliminarAhora que lo pienso, en el otro te hablé de literatura, no de lo que cuentas: creo que ya te lo había oído o leído hace tiempo. ¿Puede ser? Como de costumbre, tienes unos recuerdos muy conscientes, muy incisivos, de tu familia en tu infancia.
Un abrazo.
Nán, no voy a repetir cuánto me gusta tu estilo y qué chulo lo q dice Gemma, "un relato q se come a otro". Creo q la mesa para comer en fundamental... parece de perogrullo, pero he oído q cada vez más gente no tiene mesa y comen en bandejitas por la casa. Pq esa mesa es la excusa para comerse unos a otros las palabras: incluso ahora, q solemos ser solo tres, se ve cómo MIni nos interrumpe cuanod estamso hablando de "cosas de mayores" (debriefing del dia ens u mayoria) con "minor misbehaviour" para q la conversación vuelva por lso derroteros de qué tal hoy en la guarde, qué historia leeremos esta noche y con quien ahblarmeos luego por teléfono. Los mayores siempre podemos hacer el debriefing después, por la noche.
ResponderEliminarmuxus
Mi querido Nan: Abro tu blog y me encuentro esta delicia de relato. Me deslizo sobre tu palabra con el mismo placer de siempre, que se repite cada vez.
ResponderEliminarTambién me encanta regresar al pasado, a las cosas que se nos hacen más queridas, cuanto más lejanas.
En casa, la hora de la comida era de suma importancia. No había muchos miramientos para comer, porque los tiempos no estaban para rechazar nada de lo que nos era servido. Eso, acicateaba el hambre y todos comíamos con apetito, mirando la última fritura que quedaba en alguna bandeja y que nadie se atrevía a tomar.
De sobremesa, conversábamos mucho. Todos leíamos, sin descanso y a mi padre le encantaba preguntarnos sobre el último libro de Conan Doyle o de Agatha, para que se armara la discusión. Todo era ventilado y como dices tú, nos comíamos uno a otros las palabras. La política, las guerras, los problemas escolares, todo tenía espacio en nuestra sobremesa. Era un deleite.
Estoy feliz de volverte a saludar, Nano. Te envío mi abrazo, el de siempre, cariñoso y cálido.
BB o Baby o América de Alba...
Bueno, PORTOROSA, de alguna manera, cuando me acostaban y me volvía a levantar y me sentaba junto a la puerta a escuchar “las historias para mayores”, me convertí sin saberlo en el “notario” de la familia. Quizá porque la enorme distancia en edad que me separaba de todos ellos me hacía sentir que estaba “en otro espacio”. Posiblemente ha sido la etapa de mi vida de la que he sido más consciente. Por eso escribí un texto llamado “Mi vida como gato”. En realidad, era el gato de la familia: y los gatos conocen hasta el último rincón de la casa y de los pensamientos de quienes la habitan.
ResponderEliminarUn abrazo
La puñeteras bandejitas, DI, delante del televisor. Todo muy Simpsons. Lo de Mini me parece excelente. ¿Has tenido hijo? ¡Pues a trabar relaciones! Pero ya verás cómo un día, conforme su mundo se vaya agrandando, empieza a interesarse más por las historias de mayores, a pedir que le vuelvas a contar aquello de la yaya...
Muxus
Siempre me alegra verte por aquí, BB. Pero más todavía para que, tras un recuerdo mío, aportes los tuyos. Eso hace que lo que escribo tenga sentido. No creas que en aquellos tiempos en mi casa sobraba la comida; lo que sucedía es que se había establecido una anorexia semicolectiva, que luego se cobraba el precio en salud. Era un hecho psicosocial, más que un hecho físico.
Enormes besos
Yo me he criado en una cocina, en los pisos por donde he pasado he buscado poder comer en otras sucesivas, sin tele, sólo conversación, la última se hace mayor (pueblo) para alojar a quien viene; sin pretender borrar el ombligo a nadie, (me gusta esa frase, así como el relato) pero también recordando a mi abuela que me decía: "niña, somos lo que comemos".
ResponderEliminarUn final sugestivo, NáN, para un hermoso relato.