Una larga y sinuosa meditación
Antes de la meditación
—Y este es el
punto final que te anunciaba. Me voy ya mismo —estalló ella tras soltarme un
discurso muy quebrado en su desarrollo, más impulsado por la negatividad de sus
emociones hacia mí, creciente en los últimos años, que por la claridad con la
que sin duda lo había elaborado la noche anterior— ¡¡Y quítate la bata de mi
madre!!
Me la quité de
inmediato y me quedé desnudo en mitad de la sala. La señalé con un dedo con el
brazo extendido, en un gesto que pretendía ser más informativo que de
advertencia, y le dije:
—Son las 2 de
la tarde de... de...
—Del martes.
—Eso es, del
martes. Te dejo sola para que organices lo que te quieres llevar y volveré a
media tarde del jueves. Puedes llevarte todo lo que quieras, pero que sea
portátil. Me explico: te puedes llevar una lámpara que se enchufe, pero no una
que esté instalada y se encienda con un pulsador que esté en la pared, o bien...
—Entendido
perfectamente.
—Volveré el
jueves a media tarde y cambiaré la cerradura. Tu tiempo aquí habrá terminado.
—No sabes cómo
me alegro.
No entendía muy bien su furia
porque me hubiera puesto en las últimas semanas, con la llegada del calorcito,
una de las batas de verano de su madre, de algodón, muy fresquita y cómoda. Cierto
que yo era muy delgado y que la madre, antes del desarrollo final de la
enfermedad, estaba bastante gorda, pero preferí cambiar cierta elegancia tradicional
por la comodidad de esa prenda para estar en casa, leyendo y estudiando
sintaxis. Nada que mereciera de pronto aquella furia al pronunciar la frase.
Claro que el papel
de la madre como desencadenante del enfrentamiento fue con pernoctación
prolongada. Cuando salió de dos operaciones y necesitaba muchos cuidados, la
trajimos a nuestra casa a cuidarla en sus últimas semanas o meses. La casa tiene
forma de “L” y la parte pequeña de la forma, que nunca usábamos, incluye una
cocina y un baño pequeños, más dos dormitorios. Acomodamos a la madre en el más
grande y en el otro a la asistenta que contratamos. Una enfermera venía dos
veces al día a hacerle todos los necesario, sustituida por otra con tarifa
especial los sábados, domingos y festivos.
Ya nos iba muy
mal juntos antes de lo de su madre. Hacía tiempo que había terminado la época
dorada, en la que todas las mañanas iba a las siete al dojo a hacer casi dos
horas de meditación, desayunaba con los compañeros el tazón de arroz con
verduras y el resto del día era, todo yo, equilibrio y energía. Coincidiendo
con la fecha en que abandoné esa costumbre todo iba muy mal entre nosotros: es
seguro que existía una correlación pero, como le dije a ella mil veces,
correlación no significa causalidad.
Lo mismo que
hay parejas que en momentos de crisis tienen un hijo, para acabar separándose
igual pero con el problema añadido de tener el hijo, nosotros adoptamos una
madre moribunda que en lugar de morirse en poco tiempo aguantó más de un año. Coincidió
con la época en la que empecé a estudiar seria e intensamente sintaxis,
dedicándole gran parte de mi tiempo. Ya no salíamos juntos. Yo, ni separado. No
venía nadie a casa. No sé porqué, ¿porque la veía tan desmejorada que me tomé
la adopción en serio y quería serle de ayuda?, me ofrecí a leerle. Lo hacía cuatro,
seis o hasta ocho horas al día. Iba a su cuarto y le decía Marta, ¿quieres que
te lea algo? Ella sonreía y yo me ponía a leer. La asistenta aprovechaba para
dormitar o ver la televisión. La hija de Marta se reconcomía pensando que
estaba usurpando su papel. Quizá imaginara que en esos últimos tiempos iban a
hablar, madre e hija, lo que no habían hablado nunca. Las dañinas y
entrometidas fantasías.
—Estoy a punto
de terminar de leerle las obras completas de Camus —le contesté en una ocasión
a mi furiosa compañera.
—¡Pero en
francés! ¡Y ella no sabe francés!
—No sabía. De
tanto oírlo, al cabo de dos meses me di cuenta de que empezaba a seguirme
bastante bien. Cuando entraba y le decía: Marta, ¿quieres que te lea?, en lugar
de sonreír me contestaba “Je vous en prie”.
—Siempre has
sido Don Inventos y Patrañas.
—Pues cuando
acabe con Camus voy a leerle la obra de Amélie Nothomb. Seguro que le va a
encantar.
Y pude leerle
más de tres cuartas partes de esta autora, que de verdad que le encantó. Me
molestó que se muriera de pronto, porque ya estaba empezando a desear leerle
los libros de Pierre Michon. Lo íbamos a pasar muy bien, los dos. Pero se murió
y no pudo ser.
Mi compañera
estaba cada vez más furiosa. Iba a ver a su madre y nos encontraba a mí leyendo
en francés y a ella escuchando, muy interesada. Le hacía a su hija un gesto con
la mano como queriendo expresar “espera, que este capítulo es muy bueno”. Mi
suegra se interpuso entre nosotros, cuando ya todo estaba casi perdido, y su
furia fue transformándose en odio. Era como si hubiéramos tenido una hija
arrugada que quería más a su papá. Para ella fue una traición imperdonable.
Cuando regresé el jueves por la
tarde y entré en la sala me dio una punzada de inquietud ver que se había
llevado todos los CDs de música, pero apenas si había huecos en la librería que
ocupaba tres de las paredes; no más de 20 huecos había, como si se hubiera
llevado solamente los que tenía interés en leer de inmediato, renunciando a
todo lo demás. Fui a toda prisa a su armario y vi que apenas se había llevado
nada. Fui al cuarto de su madre y estaba toda la ropa de esta. Me lo había
dejado prácticamente todo, imagino que pensando que eso sería para mí una carga
insoportable, pues sabía de mi incapacidad para organizar aquello de lo que
debía desprenderme y luego pasar a la acción, deshaciéndome físicamente de
ello. Supongo que imaginó, como imaginé yo enseguida, que cargaría el resto de
mi vida con toda su ropa y objetos, más los de su madre. Todo cogiendo polvo,
envenenando mi vida. De pronto tuve una descarga eléctrica de presentimiento y
corrí hacia el cajón en donde guardábamos el dinero para el semestre. Estaba
vacío. Corrí entonces hacia el cajón grande de la cómoda en donde desde hacía
muchos años guardábamos, mejor podríamos decir “echábamos”, todo el dinero
sobrante del semestre vencido, que era mucho porque gastábamos poco. Vacío.
Faltaban dos meses para el cobro del semestre siguiente y me había dejado en la
indigencia.
Mi padrino,
primo segundo y amigo íntimo de mi padre, chocheaba conmigo. Me llevaba a su
casa en un pueblo cercano a la ciudad y a pocos kilómetros del mar. Yo podía
jugar solo por el campo que rodeaba la casa antigua, formando parte de la
propiedad. Cuando me cansaba, subía al Torreón, donde él estaba dedicado al
estudio y le pedía que me leyera. Y empezaba a hacerlo con el libro que tuviera
en las manos, que era siempre de filosofía o de literatura del XIX. Mi padrino,
heredero de dinero rural antiguo, con propiedades que de dar trigo y aceitunas
habían pasado a dar suelo para residencias turísticas, le decía a mi padre que
yo era, al mismo tiempo, el niño más listo y más tonto que había conocido, que
había que protegerme porque no sería capaz de trabajar ni de cartero. Y me
protegió. Con todo el dinero que tenía en la bolsa de valores, más algunas
propiedades prometedoras, creó una especie de fondo que me estaba destinado
hasta que se agotara. Cuando él muriera, el bufete que le llevaba los asuntos
se convertiría en mi albacea, administrándome el dinero con las siguientes
normas: a su muerte recibiría una cantidad que él había fijado y que se repetiría
al semestre consecutivo; al año siguiente, recibiría semestralmente la misma
cantidad revalorizada con el índice de inflación más un punto; así cada año. Yo
no sabría nunca cuándo se agotaría. El bufete, que hacía y deshacía inversiones
a su antojo, cuando se estuviera agotando el dinero y solo quedara para un
semestre más, me avisaría. No tenían que darme ninguna otra información.
También se encargaría el bufete, a la muerte de mi padrino, de comprar y poner
a mi nombre una casa decente y grande. Y de pagar, fuera de la asignación
semestral, todos los impuestos correspondientes a las cantidades recibidas más
los gastos fijos que conlleva una casa, para lo que me abrieron una cuenta que
fui a firmar como titular, pero que ya ni recordaba dónde estaba la sucursal.
De las cartas que me enviaba el banco, por supuesto que no abrí ni una sola de
ellas.
Cada semestre me
daban en efectivo una cantidad que superaba con mucho mis gastos. Metía todo
ese dinero en un cajón y cuando cobraba el semestre siguiente lo que había
sobrado lo pasaba al cajón, más grande, de una cómoda. Qué risa cuando pasamos
de las pesetas a euros y me dijeron que les llevara los billetes que tenía para
que ellos se encargaran de cambiarlos. Me presenté con una maleta llena de
billetes grandes. Me dijeron que esa cantidad era difícil de manejar y que me
costaría entre un 20 y un 25%. Con mi mirada de listo seguida de mi cara de
tonto, les dije que por supuesto que sí. A veces he pensado que el bufete vivía
de todo lo que me engañaban. Pero me daba lo mismo. Un día el dinero se
acabaría y tendría que estar preparado, según me dijo el padrino en una carta;
que para ese momento ya debería haber espabilado.
Ahora tendría que espabilar un
poquito, porque ella se lo había llevado todo y faltaban dos meses para el
semestre siguiente. El bufete tenía prohibido adelantarme un solo euro. Me
sentí eufórico al darme cuenta de que tendría que vivir, de momento, de pedir
prestadas cantidades pequeñas a todos los que me habían sableado durante años.
Sería divertido encargarme de esa tarea tan poco habitual. Sin darse cuenta, me
había hecho ese favor, darme ese impulso para pasar temporalmente de tonto a
listo. Bendita fuera. A cambio, era justo que hiciera algo por ella; aunque no
fuera ella la que iba a disfrutarlo era una manera de darle, con años de
retraso, la razón: volvería a meditar, aunque en las condiciones en las que me
encontraba tendría que hacerlo solo, hasta recuperar la forma y poder
presentarme en un dojo.
En la meditación
Tenía todo lo que necesitaba, pero
intuía que al terminar la meditación que quería hacer como inicio de la vida
nueva que iba a tener no estaría en disposición de realizar determinadas
gestiones urgentes. Salí a la calle y visité a algunos amigos para pedirles
pequeños préstamos de supervivencia. Cené, comí y volví a cenar platos
combinados en la cafetería de debajo de su casa. Hice varios litros de té verde
y té negro, los endulcé con miel, lo vertí en botellas de cristal, que guardé en
la nevera. En el armario de mi suegra, cogí la bata que estaba encima, una de
florecitas, y me la probé. Me estaba holgada y cómoda. La túnica negra que
solía ponerme en las meditaciones en el dojo se me había quedado estrecha;
imposible ponérmela. Desconecté los teléfonos y el timbre de la puerta. Busqué
y encontré el zafu, bajé las persianas casi del todo, para que tanto de día
como de noche se colara una luz mínima pero suficiente. Hacía un buen rato que
se había hecho de noche. Por las ventanas abiertas entraba una corriente fresca
que reforzó la sensación animosa que me había producido realizar tanta
actividad.
En mis tiempos
de meditador, había asistido a varios retiros en un entorno rural, dirigidos
por un monje, con numerosas y casi continuas meditaciones prolongadas y diarias.
Un tour de force que arrasaba las resistencias del cuerpo y la mente a una vida
dedicada a meditar. Además, con varios compañeros, sin supervisión, en una casa
de la montaña, nos pusimos a prueba con una meditación casi ininterrumpida de
cuatro días y otra de siete, con descansos mínimos.
Ahora no estaba
preparado para eso, pero lo iba a hacer igualmente. Necesitaba un rompimiento.
Los pensamientos y actitudes asentadas durante los últimos años eran como
puntos de luz que se atraían y se repelían violentamente. En mi estado mental,
podría convertirme en un juguete de investigación para cualquier psiquiatra,
pero decidí solventarlo solo, callada y quietamente, para lo que me convenía un
grado de violencia interior muy superior al silencio y la quietud de una
meditación habitual. Era lo que necesitaba. Saqué de la nevera una botella de
té con miel. No quería que estuviera helada cuando fuera a beberla.
Puse el zafu a
40 centímetros del único trozo de pared que no estaba cubierto por una
librería. Me senté de espaldas a la pared. Las piernas cruzadas sobre el suelo
no me produjeron el dolor que había imaginado: la memoria celular antigua
funcionaba mejor, en los primeros momentos, que los avisos de los músculos y
tendones deformados por una vida sin control físico.
Cerré los ojos,
bajé ligeramente la barbilla, enderecé la espalda, como si la cuerda de una
plomada imaginaria marcara una línea, inmóvil en su tensión, que la recorriera
de arriba abajo, entrando por un punto situado un poco por delante de la
coronilla y descendiendo en una vertical perfecta. Realicé una inspiración y
una espiración profunda y suave, que repetí casi interminablemente. La mitad
superior del cuerpo se descontroló; y con ello me llegó el primer aviso de que
las piernas cruzadas no se sentían cómodas: avisaban de su existencia, que es
lo peor que puede esperarse en una meditación. Si se va a sacar el Yo del modo
en que está fuera de la meditación, no hay que permitir la sensación desequilibrante
de que el Cuerpo sí haga notar su presencia.
No podía
encarar una meditación. Tantos años habían pasado. Me centré en respirar
suavemente y en relajar el cuerpo desde la coronilla hasta la punta de los
dedos de los pies. Una y otra vez. Concentrándome en zonas amplias y genéricas
del cuerpo. Después, fui refinando la concentración y tuve, a veces, la
sensación de que estaba meditando, aunque solo estuviera realizando una
relajación de nivel profundo. Descendí esa práctica al nivel celular, ya que no
podía, no sabía o no quería abordar la fase de meditación. Tras un tiempo
indeterminado dedicado a recorrer el cuerpo desde la coronilla hacia abajo,
llegué a concentrarme en las células de los tobillos, las del talón, las de las
plantas de los pies, las del empeine, las de los dedos de los pies, el dedo
gordo del pie derecho, el segundo dedo...
Cuando terminé
y volví en mí, abriendo los ojos, ya había amanecido. No estaba seguro de haber
meditado, pero sí de haber llegado a fases intermedias. Tocaba una buena dosis de kinin. ¿Cuánto tardaría en recorrer
los 24 metros, los había medido, del perímetro del salón, caminando a una
velocidad que a alguien que me contemplase le parecería que me encontraba en un
estado de inmovilidad absoluta?
No tuve ocasión
de saberlo, de momento. La última cena en la cafetería me urgía a deshacerme
del pis, que no me había molestado durante el ejercicio pero me apremiaba desde
que abrí los ojos. Apoyándome en la pared, porque las piernas no me sostenían
bien, fui al baño y oriné más de un litro de un pis muy oscuro. Al deshacerme
de él me sentí física y mentalmente purificado. Bebí la botella de te que
estaba fuera de la nevera y saqué otra para la siguiente ocasión. Miré un reloj
de pared para controlar el tiempo del kinin que iba a hacer. Empecé el
recorrido de meditación caminando. Al terminar, miré el reloj: 50 minutos para
los 24 metros. Volví al baño, oriné el té, que ahora no tenía olor, pero sí un
color clarísimo. Bebí otra botella de té. Fue un error de principiante que más
tarde me pareció absurdo, porque aunque llevara unos 15 años sin meditar, yo no
era un principiante. Fui al zafu y me senté en él de nuevo.
Inicié la segunda meditación y
todas las señales me indicaban que ahora sí estaba meditando... hasta que dejé
de percibir esas señales: es ahí cuando empieza la meditación, en la pérdida de
conciencia de que lo estás haciendo. Trataba de mantener una absoluta rectitud en
la espalda. Con la inspiración y la espiración, la rectitud se descomponía y
tenía que rehacerla. Era lo único a lo que prestaba atención: inspirar y
espirar suavemente, lo que deshacía la rectitud de la espalda y me obligaba a
concentrarme en recomponerla. No existía nada más. Solo había que esperar que
esos procesos pasaran a ser inconscientes para que se produjera, en un no lugar
y un no tiempo, la meditación.
Cuando volví a
abrir los ojos, dando por finalizado el período meditativo, en esa misma
fracción de segundo sentí como si una máquina clavara miles de agujas en las
piernas. El dolor era insoportable e hizo que me inclinará hacia un lado,
cayendo sobre el brazo izquierdo mientras las piernas deshacían el cruzamiento.
Por el color de la tarde tras las ventanas semicerradas, estaba anocheciendo.
¿Dónde estaba ese dolor mientras meditaba?, me pregunté. ¿Dónde estaba ese no
dolor? Luego, caído sobre el costado izquierdo, sentí un deseo invencible de
orinar. Era incapaz de levantarme. En estas meditaciones largas y continuadas que
había hecho en la montaña con varios compañeros, esto pasaba a veces. No es lo
mismo una meditación que no llega a dos horas que otra que encadena varias meditaciones
de muchas horas cada una. En la montaña, caído sobre un costado, varias veces
oriné sobre la hierba. Pero en el salón no la había. En la parte baja de una
librería vi un montón de antiguos suplementos literarios de un periódico. Cogí
unos cuantos y oriné sobre ellos. ¿Dónde había estado el deseo incapacitante de
orinar, o el no deseo de hacerlo, durante la meditación?
Incapaz de moverme, tumbado sobre
el costado izquierdo, inicié otro período de meditación. No era fácil hacerlo
en esa posición tan poco ortodoxa, tumbado de lado, pero contaba con la energía
y la fuerza de haber estado meditando casi una noche y un día enteros. Cuando unas
tres horas después abrí los ojos, me sorprendió que estuviera sentado
correctamente sobre el zafu. Los movimientos necesarios se habían producido sin
que fuera consciente de ellos. El dolor súbito e intratable en las piernas,
desaparecido durante ese proceso, me volvió a atacar al abrir de nuevo los ojos.
¿Dónde había estado el dolor mientras meditaba pacíficamente? En esa pregunta
había consistido para mí, muchas veces, la prueba de que no estaba en donde
aparentemente estaba. Claro que eso sucedía cuando ya había dejado de meditar.
La meditación parecía un no lugar y un no tiempo sobre los que solo podía
preguntarme cuando ya no estaba meditando.
Seguí meditando
sentado y haciendo kinin hasta completar casi tres días seguidos. Por supuesto,
había dejado de beber te. Un error de novato, pues no me iba a deshidratar y
los efectos del exceso de líquido en el cuerpo eran indeseables.
Había roto la
barrera y vuelto a la meditación por el camino más loco y desbocado. Habría
debido retomarla de una manera equilibrada, la única que le da sentido, pero
eso habría significado un larguísimo acercamiento gradual, para el que no
estaba preparado. Posiblemente, de haberlo hecho así habría abandonado. La
propensión de mi carácter a las actitudes extremas era tan propia de mí como el
color de los ojos. O contaba con ello o la inutilidad se adueñaba de mí. Lo
hice a mi modo y lo conseguí. Había meditado después de tantos años.
Después de la meditación
Lo primero que sentí fue el deseo
de fumar.
No es extraño, porque mis primeras
informaciones sobre el zen procedían de personajes de la Beat Generation que
practicaban la meditación, pero luego eran unos borrachos o todavía peor, y al
saltar de ahí a historias de monjes zen, descubrí que unos son absolutamente
austeros y otros, los menos, son borrachines, pero conviven todos
perfectamente. Ahí, en esa sorpresa, el zen me atrapó cuando era muy joven, y me
convertí en meditador y fumador.
Lo primero que
hice fue buscar un cigarrillo entre todas las cosas que se había dejado ella.
Lo encontré enseguida, se había dejado paquetes sin terminar en casi todos los
bolsos y bolsillos de sus chaquetas habituales. Me quité la bata, me asomé de
cintura para arriba a una ventana, encendí el cigarrillo y lo disfruté con un
placer brutal, viendo caer la tarde con una sensación de tranquilidad absoluta,
capacitado para ver la desaparición de los grados de la luz diurna en períodos
de pocos segundos. Me encontraba en el lado diametralmente opuesto a la
tormenta perfecta.
Después me
quité la bata, sin echarla a la ropa sucia porque pensaba seguir usándola, me
duché y me vestí. Me sentía hambriento, así que cogí medio paquete de un
bolsillo de ella, junto con un mechero de color naranja, y me fui a un
restaurante vegetariano del barrio. Tomé una sopa de miso, una ensalada y un
plato grande de arroz integral con verduras. Había pedido una botella de vino
ecológico de la que me tomé la mitad. Satisfecho, regresé a casa dando un rodeo
tan largo que recorrí casi un tercio de la ciudad. Durante la cena decidí que
no estaba preparado para volver al dojo, pero que meditaría dos horas cada
mañana hasta que lo estuviera. Una meditación tranquila y equilibrada que me
ayudara a llevar una vida tranquila y estable. Dedicaría horarios razonables a
hacer lo que me apetecía, por ejemplo seguir con los cursos de sintaxis y la narrativa
norteamericana: se acabó el meterme de lleno en el estudio o la lectura hasta
que era física y psíquicamente incapaz de seguir y lo único que podía hacer era
levantarme e ir, tambaleándome, a beber agua ala cocina.
El regreso de la compasión y la
comprensión del otro.
También me
planteé, durante el paseo, el motivo por el que precisamente volvía ahora a esa
situación. De haber seguido siendo como quería volver a ser, ella y yo
habríamos mantenido una relación feliz. Me volví loco, me dije, porque quería
expulsarla a ella de mi vida. Seguí interrogándome, ahora que me sentía capaz
de hacerlo ordenadamente, acerca de ese desbocamiento que tuvo, tal como lo
veía ahora, un objetivo: expulsarla a ella de mi vida haciendo que pareciera
que era ella la que me había abandonadp por voluntad propia. Qué ruin fui, ¿no?
Casi empecé a sentir una punzada de arrepentimiento. Cuánto esfuerzo para que
fuera ella la que se marchara, la que pareciera la culpable, ya que yo me había
limitado a seguir siendo el enloquecido en el que me había convertido. Sin esta
nueva visibilidad tranquila, en caso de vernos, siempre podría preguntarle:
¿Por qué tardaste tanto en irte, si ya no sentías nada por mí, salvo un
desprecio creciente? No podía defenderse de esa pregunta, que caería sobre ella
como una lluvia de culpa.
Esos
pensamientos, en los que la culpa llovía ahora sobre mí, me entristecieron, así
que me esforcé por no seguir pensando en ello. Mi conducta de pasivo agresivo
la había ido minando a ella y justificaba que se hubiera llevado todo el
dinero. Sentí pena por quien en un principio me había dado una vida tan
hermosa. ¿Tendría ella alguna probabilidad de ser la culpable de mi
enloquecimiento? Probablemente influyó, pero yo, ¿no la tendría también por
haber elegido el camino de destruirla a ella y nuestra relación? Con toda
seguridad.
Ah, qué buenas semanas o meses me
esperaban dedicados al análisis tranquilo y compasivo, para con los demás pero
sobre todo para conmigo mismo, de lo que había sido mi vida; al estudio y la
lectura controlados; a los paseos que fortalecerían mi cuerpo repugnantemente
ablandado.
Decidí vender
la casa y comprar un pequeño apartamento en un barrio de las afueras. Decidí
que buscaría un trabajo modesto del que pudiera vivir. Decidí no volver a pasar
por el bufete. Decidí prestar atención concentrada a todo lo que el azar o la
necesidad me trajera por medio de los cinco sentidos; a prestar a la misma
atención al análisis de los verbos predicativos que a fregar los cacharros
después de comer, al movimiento de las plantas de los pies durante los paseos,
a los cambios de la luz, a los rostros y cuerpo de las personas: a lo que fuera
que atrajera mi atención. Decidí, como prioridad, prepararme bien para regresar
al mismo dojo de meditación que había abandonado. Como si no hubiera dejado de
asistir.
Cómo había
espabilado, Padrino. Pero qué largo, sinuoso, difícil y áspero había sido el
camino.
¡Genial!
ResponderEliminarO como diría mi hija, genial no, lo siguiente...jajajaja
He disfrutado como un enano leyendo!!!
Gracias Nano...
Salud y abrazo
Pues qué alegrón me ha dado, Genín, que un lector amigo “disfrute como un enano” leyendo un relato (por cierto, bastante larguito) que he escrito (por cierto, disfrutando muchísmo al hacerlo). El placer y disfrute deberían ser partes importantes de lo que hacemos (siempre que sea posible, claro).
ResponderEliminarUn abrazo
Encanto!!
ResponderEliminarYo tambien lo he leido y hasta pense que "tal protagonista era "clavado a Ti pues a veces me pregunto quien sera "esta personita.
Y si algo "largo lo encontre pero claro te debias "a la meditacion y de ahi "no salistes aun pudiendo sacar "algo mas de fuerza en el terreno que te metiste
de acuerdo "al relato... pero bastante bien y con "palabritas que en mi vida pense que tenian "existencia en "el castellano y no crek que era para tanto para "solventar su significado, mas bien Tu responsabilidad que mia.
Feliz VERANO!!
Ysa,
Muy, muy chulo, NáN. Aunque me he sentido muy inquieta después de la meditación pensando en que el prota se había ido de casa SIN fregar el pis y sin echar a lavar la bata. ¿Se habrá evaporado todo? ¿Olerá fatal cuando llegue? ¿Se decolorará el suelo?¿Qué se medita cuando se medita?...
ResponderEliminarUn relato distinto, NáN, y se nota que has disfrutado al escribir porque se transmite. Me he divertido y también pensado en la diversidad que existe en las rupturas que conducen a un mismo camino de separación y soledad.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, Nán. No he vivido de cerca ninguna separación, que ahora recuerde, sólo las he leído en libros o visto en películas y series, pero la que tú has contado es muy original. Quizás haya muchas así, no lo sé.
ResponderEliminarSi las cosas son como a veces parecen, probablemente haya cierto mimetismo en las conductas y en las conversaciones de las personas que se separan respecto a sus modelos literarios o cinematográficos, no lo sé, pero este texto tuyo me parece muy original y bien escrito, e imaginativo. No conozco los modelos.
Un abrazo
No soy yo, no soy yo, Ysa. Pero creo que todo autor que inventa algo debe quedar encantado, como he quedado yo, de que alguien piense al leerlo que se está describiendo a sí mismo.
ResponderEliminarPues mira, C.S,. No me fijé en eso. Estás autorizada a “intervenir” en la historia y solventar esos problemillas.
Si la meditación es, como creo, un no lugar en un no tiempo en el que no se piensa, cuando se consigue lo que pasa es que no piensas. Así que al salir de ella no tienes recuerdos. El tiempo ha transcurrido mientras no-estabas. Claro que de eso te das cuenta cuando vuelves en ti... y si has pensado en algo eso ha desaparecido.
Los modos de rupturas, Isabel, lo mismo que los de los ajuntamientos, deben ser infinitos, con ligerísimas pero importantes variaciones en cada caso. Gracias a eso las artes pueden existir infinitamente (creo yo).
He disfrutado mucho, después de un tiempo que apenas escribía para el Taller porque la longitud pequeña que se pedía se me quedaba corta. Ahora han cambiado las cosas y el tamaño no importa: siempre que haya una primera parte de menos de 4 folios que pueda funcionar autónomamente, que es la que se lee en el Taller y que luego, en el blog privado, se pone entero y los demás lo pueden leer o no, a voluntad. Esta mayor longitud me ha “refrescado”, hace que me lo pase muy bien.
No sé si habrá muchas separaciones tan “mamarrachas”, José Luis. Y no me he separado, pero en mi entorno las separaciones (con una enorme variedad entre ellas) han sido mucho más numerosas que los “mantenimientos”.
De esta no hay modelo realista, pero miro mucho (y escucho) lo que me rodea, almacenando “tipos” e imaginando historias a partir de ellos. Quizá en un bar de noche escuché una vez a una pareja que discutía de “este modo” y años después ha salido del inconsciente, sirviéndome de modelo.
Besos a los cuatro.
NáN, no sé si viste esta entrada:
ResponderEliminarhttps://elcosturerodeisabel.blogspot.com.es/2015/07/tan-cerca-tan-lejos.html
Tanto la foto, de su Chipiona querida, como el poema son de Rosa.
En todo caso si bien tú no eres el prota, la meditación que hiciste para mi Karma funcionó... Y te doy las gracias.
ResponderEliminarEso sí lo que no podrás impedir es que te imagine con la bata de flores de tu suegra por la casa y por ahí meditando.
Y bueno el prota tuvo suerte, ya que logró sacar algunas perrillas, no como los de las preferentes... porque ahí no sé cómo le hubiera ido lo de la meditación.
Sonrío.
Yo soy más de boxeo que de meditar, a cada cual su relajo... y espero que los huesos me permitan retomar pronto dicha actividad.
;)
Besos, Nano.
Hazme caso, Zarza, la señoras maypres tienen experiencia y si eligen esas batas es porque son un éxito seguro.
ResponderEliminarYa sabes que el dojo es el lugar destinado a la práctica de la meditación, pero también a la de las artes marciales. O sea, dar leches. El boxeo es un arte de esos. ¡Ojalá puedas volver pronto!
Hola, Nán!! soy Leg, unos cuantos años más vieja y desde luego muchísimo más torpe en esto de los blogs... Quisiera volver, pero de momento estoy haciendo la ronda para saludar a viejos amigos.
ResponderEliminarDe paso investigo cómo se hacía para seguir los blogs... oh, dios mío, qué perdida estoy!!
¡Leg-Rocío, qué bueno reencontrarte! No había leído tu comentario hasta ahora, porque he estado más de un mes en la montaña, sin ordenador ni conexión a internet. Solo con papel (de libros y de revistas de literatura antiguas).
EliminarCierto, jé, jé. Nos vamos haciendo torpones para esto, pero seguro que tienes a tu alredor a alguien que te ayude.
Un gran abrazo transatlántico
ay, ahora recuerdo/compruebo que la respuesta a los comentarios no se avisa.
EliminarAbrazo de reencuentro.