Perdona, pero tengo la cabeza a pájaros
Un moscardón
volaba en círculos en la habitación grande, la que tras un breve pasillo daba a
la puerta del amplio apartamento al que él se fue a vivir cuando se separaron.
Era la pieza de mayor tamaño de la casa, con los tres balcones abiertos, para
disimular en lo posible el aire, denso por el polvo en suspensión, que casi
milagrosamente no lo volvía irrespirable. Estaba sentado en una butaca,
manteniendo un silencio tan nervioso que a ella le dolía, sentada casi en el
borde de una esquina del sofá, dudando entre mirar al suelo, como le forzaba
una tendencia natural por lo difícil de la situación, o dirigir los ojos hacia
él. Estaba echada hacia adelante y algo inclinada, por lo que mirarle a él, en
lugar de al suelo, su postura parecía forzada. Él, como si en lugar de en un
momento real estuviera dentro de uno de los relatos que escribía como escape,
pensó si la palabra que definía esa posición, pero también el estado anímico,
sería “sobrecogida”, o quizás “recogida” en sí misma. Como era un momento de lo
real, no una historia que se entretuviera en inventar, no pudo darse cuenta de
que estaba “encogida” sobre sí misma, protegiéndose de esa realidad que, muchos
años antes, había sido tan angustiosamente real que tuvo que huir de ella. Para
ser exactos, no huyó, sino que lo expulsó a él de sus dominios, que ya
compartiría únicamente con la hija de ambos, de cinco años en aquel momento.
—Mira esto.
Se levantó y
abrió el cajón de una mesita que tenía detrás, sacando una foto de Polaroid.
Estaban los tres: ella, él y la niña, de unos dos años, sentada a caballito
sobre el muslo derecho de él.
—Bueno, ha ido
desdibujándose un poco, ya sabes lo que pasa con las polaroids. Pero peor va a
ser el destino de todas esas fotos digitales que la gente saca ahora a
centenares cada vez que salen de excursión un fin de semana.
—Todavía somos
nosotros. Claramente —comentó ella sin devolvérsela ni dejar de mirarla.
El moscardón se
introduce por una rendija abierta en la puerta que da a la cocina, que ella ha
preferido ni mirar, imaginando su estado. Ella piensa que esa polaroid
desdibujada no es “todavía” ellos, sino que representa exactamente lo que eran
“ya” cuando se separaron. Lo piensa, pero no lo dice, porque es el hombre más
bueno que ha conocido y haría lo que fuera para no causarle daño alguno.
Bastante le cuesta decirle aquello que ha venido a decirle. Se entretiene
viendo dos moscardones, quizá uno de ellos sea el que vio antes, que salen de
la cocina y entran directamente en el comedor, que es la habitación de al lado,
separada por una puerta doble corrediza, totalmente abierta, por la que podía
ver que la gran mesa rebosaba de libros y revistas. Como todas las librerías
que ocupaban las paredes de toda la casa.
—¿Sabes?, he
venido a decirte algo que debe quedar en secreto entre nosotros. María te adora
y estaría dispuesta a pasar el sábado contigo toda su vida, sin comentarte
nada, pero sé lo que le cuesta y quiero hacerlo yo.
—¿No le
interesa ya que los sábados que no llueve vayamos a fotografiar pájaros?
—No
exactamente. La has convertido en una fotógrafa excelente que, desde que cumplió
10 años, tiene una cámara profesional y un cuartito de revelado. El problema es
que ha cumplido 13 años y... son otros pájaros los que ocupan su cabeza. Es ya
una jovencita y los “pájaros” que ahora le interesan son las amigas y los
“chicos”. Los fines de semana es el tiempo de ellos. No te dice nada para no
contrariarte, pero... habría que buscar otra solución para que os veáis. Un día
cada fin de semana ya no es deseable.
—Claro, claro.
¿Cómo no pensé en ello? Lo que quieras tú. Algo se te ocurrirá. Eres la experta
en la vida... Te invito a un café abajo y ya me dices qué es lo que te parece
conveniente.
No solo era
imposible que la invitara a tomar algo en casa, pues la visita había sido
inesperada y el desorden era el habitual. Aunque dispuesto a todo, como
siempre, lo que le acababan de decir le producía un dolor intenso; se sentía
sentimentalmente tocado. ¿Cómo no se había dado cuenta? No quería mostrar su
tristeza ante ella, así que para evitarlo debían irse inmediatamente a un
terreno neutral. Cualquier idea que ella le diera sobre ese nuevo aspecto
práctico de la vida sería buena. Siempre había sido así.