QUE DURANTE AÑOS NO
PUDE ABRIR DE
LO ATESTADO QUE
ESTABA
1) Nunca abordes los
cuentos de uno en uno. Honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo
cuento hasta el día de su muerte.
2) Lo mejor es escribir los cuentos
de tres en tres.
Roberto Bolaño
PRÓLOGO DE LECTURA OLVIDADA
Las personas más tontas del mundo,
para mí, son las que se despiertan por la noche, aprietan un botón y creen que
se enciende una luz. Sin más. Las que nunca se han detenido a pensar que detrás
del botón hay unos cables que pasan por un contador de la electricidad y cada
dos meses hay que pagar lo que éste marca; que luego hay unos cables cada vez
más gordos que llevan hasta una central eléctrica; que los cables y la central
están instalados y manejados por trabajadores y son propiedad de unos dueños
que ganan el dinero que pagas; que hay Gobiernos que dictan leyes para arreglar
las condiciones entre los dueños y los trabajadores, y entre los usuarios y los
dueños; que esos Gobiernos también discuten con otros países, entablan
relaciones entre ellos, y hasta desencadenan guerras; algunas veces, por el
control de la energía. Es decir, detrás de un botón de la luz está la Historia,
la que estudiamos en el colegio, la que todos sabemos o deberíamos saber. Menos
las personas tontas que creen que pulsas un botón y se enciende la luz. Sin
más. La Historia también está detrás de unos zapatos, unos huevos fritos o una
ensalada de hormigas rojas. Detrás de todo.
Pero también hay otras historias
que no son de lo que son, sino de lo que pudo haber sido, de lo que quizás fue,
de lo que debió o debería ser, de lo que será... Son ésas las historias que mi
padre, enarcando una ceja, llamaba “raras”. Son las que más me han gustado
siempre. Esta es una de ellas. Quien la escribió se la dejó olvidada en mi casa
hace años, escrita de su puño y letra. Era un primo segundo, o tercero, de mi
padre que era cazador en África, de los que luego se traen los animales vivos
para venderlos a los zoológicos de Europa. Pocos días después, al pasar por
Barcelona, murió por las mordeduras de dos serpientes pequeñas pero muy
venenosas que llevaba consigo en una cesta de mimbre. Mirándome a los ojos, agachado
porque yo era muy pequeño, me dijo que eran sus amigas y que antes de dormir
siempre las sacaba de la caja para jugar con ellas y que después tenía que
cerrar bien la cesta para que no escaparan y mordieran a alguien. No debió
cerrarla bien, salieron y se metieron en la cama con su amigo, que debió darse
la vuelta mientras dormía, las aplastó y le mordieron.
El escrito lo
encontré yo y lo guardé, sin decirle nada a nadie. Con el tiempo aprendí a leer
bien, saqué el escrito de donde lo tenía oculto, fui descifrando su escritura
endiablada y cuanto más leía más me interesaba y más quería leer. Porque era
una historia rara. Pero rara de verdad. Decía al principio que se la había
narrado un contador de historias de un pequeño pueblo montañoso del centro de
África. Y trataba de algo parecido a nuestra Edad Media, pero era una Edad
Media que venía después de un período mucho más adelantado, como si por un
desastre la civilización hubiera retrocedido. ¿Una historia así? ¿En África?
¿Contada de padres a hijos durante miles de años?
Busqué durante años en las
bibliotecas posibles explicaciones. Acabé encontrando tantas, y tan inciertas,
que dejé de preocuparme. Sí os puedo contar las tres que prefiero, aunque no me
crea mucho ninguna de ellas. La primera es una a la que las personas que
piensan mucho dan el nombre de “eterno retorno”. Una explicación tan rara como
el propio nombre. Dice que la historia se repite una y otra vez, o sea, que hay
una civilización en la Tierra, que se desarrolla hasta que desaparece y vuelve
a empezar. Bueno, es algo más complicado, pero más o menos es así. Incluso hay
algunos que dicen que sí, que todo se repite, pero no del mismo modo. Cuando
piensas y piensas estas cosas te acaba doliendo la cabeza y lo dejas, y eso es
lo que hice yo con esta explicación.
La segunda me la dio un monje
oriental en Madrid. Me habló de un antiguo y extraño grupo, tan antiguo que ya
se sabía de él en la época de los faraones, dedicado a esparcir historias
extrañas y disparatadas por todos los rincones del mundo, porque así los
hombres ignorantes acababan explicándoselas con dioses y se hacían más sabios y
más buenos. O al menos se volvían temerosos ante lo extraño y los miembros de
ese grupo los podían manejar más fácilmente para lo que ellos querían. Las
historias que fueron contando por todo el mundo eran tantas, y tan distintas,
que algunas de ellas, al ser descubiertas por los hombres civilizados, por pura
casualidad han tenido algún parecido con la realidad. ¿O eran reales porque
esos hombres, muy sabios, conocían lo que había pasado o iba a pasar? Ese monje
desapareció un día, sin dejar ninguna dirección de contacto, así que me quedé
como estaba al principio: sin saber nada de nada.
La tercera explicación, que ahora
que escribo estas notas me parece la más probable, es que mi tío segundo (o
tercero), agazapado en la oscura noche africano aguardando que su presa cayera
en la trampa que le había preparado, tenía miedo y se inventaba historias para
olvidarlo. Después, en los días calurosos, aburrido, las escribía perezosamente
para hacer más corto el tiempo hasta que llegara la noche de la caza. Y digo
esto porque conozco muy bien a algunos miembros de mi familia que tienen esa
fea costumbre de inventarse historias cuando están asustados, para luego ir
embrollándose unos a otros, contándose historias como si las hubieran vivido,
que así le va a mi familia como le va... pero esa es otra historia.
No podía saber que la vida
estaba esperando
Llevaba tiempo queriendo conseguir
una camiseta de las que usan los pescadores y marineros ibicencos. De color
morado, cerrada con tres botones en la parte superior. Al lavarla se iba
destiñendo por zonas y parecía que se formaran nubes de un morado desvaído. En
aquellos tiempos el comercio era tan local que no había manera de comprar lo
que no se vendía donde vivías. A veces hablaba con los hippis que dormían en la
playa, esperando el barco que dos veces por semana hacía el trayecto
Alicante-Ibiza, y si alguno le caía especialmente bien lo invitaba a ir a su
casa a ducharse, cenar y dormir en una cama. A uno de ellos le había dado el
dinero que costaba una camiseta, por si acaso el regreso lo hacía en ese mismo
trayecto y podía traerle una. No esperaba que lo hiciera, pero ocho meses
después se presentó en su casa y le trajo dos.
Estaba feliz
con las camisetas. Salía siempre con una de ellas, descalzo, y con unos
vaqueros, sin calzoncillo debajo, que brillaban por los baños de sal. Solía
caminar los dos kilómetros de carretera hasta la Albufereta, porque ahí tenía
muchos amigos y amigas. En la playa, se quitaba la camiseta y se bañaba con los
vaqueros. El sol era tan fuerte que a los 15 minutos de tumbarse en la arena,
con el calor de esta y el del sol por el otro lado, estaban secos. O si tenía
ganas de estar solo, se iba hacia el cabo y se bañaba lanzándose desde una roca
y tumbándose luego sobre otra.
Al atardecer,
volvía a la ciudad, cenaba algo y volvía a salir, entonces calzado con unas
zapatillas de esparto, y volvía a encontrar amigas y amigos con los que extender
el tiempo de la noche y beber, si era posible, ginebra.
Así de tonto,
así de feliz, pasaba el verano anterior al último curso universitario, el que
obligaba a cambiar de vida. Feliz y tonto con su camisetilla morada, sin saber
que lo que la vida estaba esperando era a darle tres hostias bien dadas.
nunca habíamos hablado de amor
No debíamos tener dinero para salir
a beber ginebra aquella tarde. El caso es que no salimos. En realidad, yo tenía
muy pocas cosas. La casa en la que estaba viviendo aquel verano, por ejemplo,
era prestada. Una casita pequeña en el último piso; de las que se construían
antes para el servicio o para el portero, pero con un pequeño mirador que daba
a la Rambla y una luz que entraba por todas partes, incluso en mi dormitorio, el
único de la casa, que daba a un estrecho patio. Por tanto, la luz sí que me
quedaba todavía. La casa de verdad, no. Hacía tiempo que se habían ido yendo
todos, mi madre y yo los últimos. Y cuando aquel verano regresé a la ciudad,
una casa como la de siempre se me hacía demasiado grande, demasiado difícil de
manejar.
Pero ¿cómo
sacar aquella casa antigua del recuerdo y, en la nueva, poner un café en esa
mesa rehecha en la memoria, con un olor de noche distante? Ni la casa me
quedaba, pero aunque por aquel entonces no había aprendido aún a disfrutar de
la intemperie, me iba gustando ya que lo que me quedara fuera poco. Desde
entonces me fue molestando más lo que tenía, todo lo que hay que cuidar y te
impide lanzarte a la calle exactamente en el momento en que lo piensas, con esa
sensación fresca en las piernas.
También el
tiempo me iba faltando, un cuatrimestre para terminar los estudios. Nos iba
faltando el tiempo como lo habíamos vivido aquel último año, casi juntos. Era
ya el cuarto tiempo el que se agotaba, después de la infancia sin colegio, la
niñez con colegio, la adolescencia en la que vas haciendo tuya la ciudad y te
apoderas de todo y, finalmente, el que se estaba terminado, ése en el que te
vas haciendo dueño de ti mismo y cuando casi lo has conseguido te da vértigo
pensar en lo que vendrá. Sobre todo, se había terminado el dinero que había
ahorrado trabajando en mil cosas durante el último curso universitario. Y en
uno de esos momentos en los que nos atacaba el vértigo le vi ir al armario
donde estaba la ginebra, que yo sabía que no quedaba. Tampoco dinero de
bolsillo para bajar a comprar o, menos
todavía, tomarla en los bares. Algo nos tuvimos que inventar, porque seguimos
juntos y sonrientes, pero por poco tiempo. Nunca habíamos hablado de amor, solo
de querernos mucho.