Adoro a David Foster Wallace hasta
el punto de que me gustaría hacer con él lo que hicimos un grupo de amigos,
reunidos para leer en voz alta la obra de Pedro Casariego Córdoba y El día del Watusi de Casavellas. Hasta
teníamos un altarcito mexicano portátil que abríamos durante las lecturas y
encendíamos una vela. No estábamos seguros de porqué, pero posiblemente era
porque en esas lecturas en lugares ocultos solíamos beber mezcal.
Estoy leyendo el penúltimo libro
que me quedaba por leer de él, Hablemos
de langostas así que es posible que antes o después me refiera a él en un Semivago procesional.
Pero resulta que he encontrado en
el libro una copia de mi manera de ser que quiero resaltar. Resulta que desde
que cumplí los 30 años me convertí en enemigo acérrimo de viajar a los lugares
que todo el mundo dice que hay que ir. Me pone de los nervios y me agota. Mi
compañera, que viajaba la mitad del año por motivos profesionales, no lo
entendía, así que llegamos a un pacto: un viaje a un país europeo cada dos años.
Lo normal era que lo hiciéramos cada tres... o incluso cuatro años. Y casi
siempre repetíamos Venecia.
Pues bien, me he sentido hermanado
con DFW en este párrafo que os copio: una nota al pie que estaba convencido de que la Editorial iba a eliminar.
Confieso que nunca he entendido por
qué tanta gente cree que para divertirse hay que ponerse chanclas y gafas de
sol y arrastrarse por carreteras donde el tráfico es enloquecedor hasta lugares
turísticos abarrotados y calurosos a fin de paladear un “sabor local” que por
definición queda estropeado por la presencia de turistas. Esto puede ser (tal
como señalan todo el tiempo mis acompañantes al festival) una simple cuestión
de personalidad y de gusto intrínseco: el hecho de que no me gusten los lugares
turísticos significa que no entenderá nunca su atractivo y que por tanto no soy
la persona indicada para hablar del mismo (del supuesto atractivo). Pero como
es casi seguro que esta nota al pie no va a sobrevivir a los recortes que la
revista le hará al artículo, yo a lo mío:
Tal como yo lo veo, al alma
probablemente le siente bien ser turista, aunque sea solo muy de vez en cuando.
No digo que le siente bien de una forma refrescante o iluminadora, sino más
bien de una forma sombría, severa, estilo “Miremos los hechos con franqueza y
encontremos una forma de abordarlos”. Mi experiencia personal no me ha
demostrado nunca que viajar por el país amplíe los horizontes o resulte
relajante, ni que los cambios radicales de lugar y de contexto tengan un efecto
saludable, sino que más bien el turismo por el país resulta radicalmente
constrictivo, y humillante de la peor forma: hostil a mi fantasía de ser un
verdadero individuo, de vivir de alguna forma fuera y por encima de todo.
(Ahora viene la parte que mis acompañantes encuentran especialmente infeliz y
repelente, una forma segura de estropear la diversión de viajar en vacaciones:)
Ser un turista de masas, para mí, equivale a convertirse en un puro americano
de los tiempos que corren: foráneo, ignorante, codicioso de algo que nunca se
puede tener y decepcionado de una forma que nunca se puede admitir. Implica
estropear, en virtud de la pura antología, la misma cosa no estropeada que uno
ha ido a experimentar. Implica a exponerse uno mismo sobre lugares que en todos
los sentidos menos el económico serían mejores y más reales si uno no estuviera.
Implica, en las colas y en los atascos y en las transacciones sin fin, afrontar
una dimensión de uno mismo que resulta tan ineludible como dolorosa: en tanto
que turista, te vuelves económicamente significativo pero existencialmente
aborrecible, como un insecto posado sobre algo muerto.