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jueves, 22 de noviembre de 2012

Taller. Tema: "Pesadilla"


Bajé por la escalera que subía

Los hechos que importan solo revelan su significado mediante la repetición. Lo demás son anécdotas que únicamente por el recuerdo y un análisis posterior, encadenando lo sucedido (al fin y al cabo, una repetición mental), podrían llegar a tener significado. Pero con esta reflexión me aparto de la historia que quiero contarte; y no me queda mucho tiempo.
Hace unos 20 años, tuve varias veces el mismo sueño sin darle más importancia que la que merecía la curiosidad de que se repitiera. Era algo tan banal. Carecía de la emoción que rodea cualquier sueño, convirtiéndolo en decisivo hasta que despiertas. Los que recordamos suelen ir acompañados de emociones fuertes como el miedo, el placer, el aturdimiento que produce algo extraordinario; como por ejemplo cuando sentimos que estamos sobrevolando la ciudad. Precisamente porque la carga de la emoción nos despierta en mitad del sueño, es más fácil recordarlos. Me vuelvo a apartar del tema, pero me resulta difícil contar lo sucedido en estos años sin acompañarlo de los pensamientos que me fue provocando el desarrollo de la historia.
El sueño era como un documental de lo que iba a hacer el día siguiente. Todo previsible, lo que hacía a diario, pero como si una cámara me estuviera grabando en un plano medio o lejano. Ni siquiera había tomas de una cámara subjetiva rodando desde mis ojos, como suele suceder a veces cuando soñamos. Me parecía ser el personaje de una extraña serie dedicada a rodar la vida de un hombre normal. Una grabación de vídeo tan habitual que hasta reproducía secuencias, en lugar de una narración continua: me veía a mí mismo vestido, cerrando la puerta de casa y bajando las escaleras, pero nada más empezar a bajarlas pasaba directamente a la secuencia siguiente, en la que estaba ya en la calle. Como si un editor eligiera las partes necesarias para contar la historia. En la siguiente escena, me acercaba a la boca del metro, la de todos los días.
El sueño fue ampliándose. Repetía las escenas anteriores, pero añadiendo parte de la continuación lógica: aparecía ya bajando por las escaleras mecánicas; días después, en el sueño llegaba al andén de siempre; semanas más tarde, entraba en el vagón del metro; al cabo de unos meses, salía de la estación de destino y me veía caminando hacia el edificio donde trabajaba. Una visión real en la que salían las calles y los edificios reales, los semáforos en los que me paraba o que encontraba abiertos. Desde ese momento, el sueño siguió repitiéndose, pero la historia quedó detenida; no avanzaba. Parecía condenado a ver una y otra vez el mismo documental. Por aburrimiento, dejé de prestarle atención.
Era algo tan vulgar que no le di importancia; aunque me cuidé mucho de comentarlo a nadie. Sin embargo, empecé a pensar en él con cierta aprensión por un elemento que me produjo desasosiego. Me di cuenta de un detalle al que no le había prestado atención: en el sueño aparecía exactamente con la misma ropa con la que al día siguiente realizaba las acciones habituales. Sopesé la circunstancia y decidí que era algo tan previsible como las acciones que veía en el sueño y que al siguiente día se producían en la realidad. Los pantalones y los zapatos, los tenía al lado de la cama; de los calzoncillos y la camiseta, elegía exactamente el que estaba arriba en el cajón y la que estaba encima en la pila de la balda del armario; el chaquetón, era el que estaba colgado en el perchero junto a la puerta. Desde el sueño, podía “adivinar” cómo iría vestido. Seguí pensando en la sucesión de sueños como algo trivial, desencadenado por una lógica que se me escapaba y que había dejado de buscar. También mantenía la decisión de no hablar de eso con nadie, pues si alguien me hubiera contado algo parecido, habría pensado que tenía un problema mental. De mí, sabía con certeza que no estaba loco; pero no deseaba exponerme a que otros pudieran pensarlo.
Cuando llevaba ya casi un año, con esos sueños que solo me dejaban una ligera sensación de desagrado, durante el sueño centré por primera vez la atención en uno de los personajes que compartía la escena, quizá porque se trataba de una chica extraordinariamente guapa, y contemplándola el sueño terminó. A la mañana siguiente, en el vagón del metro, exactamente en la posición y postura que en el sueño, con la misma ropa, estaba la joven. Me sentí tan mal que me bajé en la siguiente estación. Entré a tomar un café, fui al baño y vomité; después llamé al trabajo para decir que estaba enfermo y pasé el día dando tumbos por la ciudad, en estado mental de desconcierto. Me preocupé tanto que, por primera vez, la palabra que usé para esos sueños fue la de “pesadilla”.
Pasé unos meses muy malos, aceptando que realmente tenía problemas mentales. Busqué la ayuda de un psiquiatra, al que le conté todo menos lo de la joven “repetida” en la realidad, seguí un tratamiento y no volví a tener esas pesadillas durante casi un par de años. Después volvieron, con mayor intensidad y frecuencia, a lo que se añadió un elemento de desasosiego.

En la pesadilla, me apartaba de mi trayectoria previsible. No tomaba el metro, sino que caminaba o paraba un taxi. Por supuesto, las primeras veces no me aparté de mi rutina; pero en cuanto dejaba de cumplir la predicción comenzaba a sufrir una fuerte migraña que me incapacitaba para el resto del día. Decidí que en la siguiente ocasión seguiría las pautas de la “visión” nocturna (la palabra “pesadilla” me resultaba ya imprecisa para describir lo que me estaba sucediendo). Eran siempre pequeños cambios de guión que, una vez cumplidos, me permitían regresar a lo que de verdad tenía que hacer. Las consecuencias volvieron a ser inquietantes: en lugar de la migraña, el resultado de mi obediencia era una sensación de euforia, un bienestar físico y mental potente. Así pasé un año, con esos pequeños cambios que no me impedían seguir luego con mi rutina, aunque no me podía deshacer de la idea de que me estaban “domando” como a un perro o un caballo.
Era ya evidente que pensaba cumplir en la vida diurna la visión que se me había revelado. La de una noche rehizo totalmente la primera mitad de esa mañana, conduciéndome por un laberinto de transportes hasta una esquina de la periferia de la ciudad en la que compré un cupón a un ciego. Después volví al trabajo, poniendo una excusa por el retraso. Ya te puedes imaginar que ese cupón obtuvo el premio mayor. Los largos trayectos, que me obligaban a retrasar la llegada al trabajo, a veces incluso a no asistir, provocaron mi despido. No me importó, claro, porque no solo tenía dinero, sino una confianza ciega en que todo me iba a ir bien.

Querida, me es absolutamente necesario abreviar, porque llevo más de dos días sin dormir y no pienso hacerlo. Además, lo que te voy a contar ahora ya lo sabes, aunque desconocieras hasta el momento la causa de que me sucedieran esas cosas. Me fui convirtiendo poco a poco en el hombre seguro de sí mismo y tranquilo que tú conociste. El hombre hecho a sí mismo, lo bastante rico para llevar una vida cómoda sin llamar la atención, con relaciones en todos los grupos sociales.
Por supuesto que, como no soy creyente, intenté fabricar una explicación materialista: por alguna razón, se había activado una parte de ese cerebro del que dicen que solo usamos entre el 7 y el 10%: yo estaba usando un porcentaje superior. Era mi propio cerebro, con una gran capacidad de conocimiento que no usamos, el que había tomado las riendas de mi vida: mi yo era movido por mi yo. Nada que produjera espanto, sino más bien una sensación tranquilizadora. Pues bien, no me pude creer demasiado tiempo mi superchería. Evidentemente había “algo” y ese algo era exterior a mí. Eso se hizo patente cuando las visiones de la pesadilla empezaron a actuar no solo para mi beneficio personal, sino que me convirtieron en un mandado. Por ejemplo, siguiendo las pautas de la visión, llamaba a un conocido para quedar con él y presentarle a otro conocido. Cosas así. Ese “algo”, que no me hacía creer en un dios, pero sí en una fuerza externa, de naturaleza distinta a la mía, me había llevado hasta donde estaba para utilizarme para sus planes. Inquietante, ¿verdad? Lo suficiente al menos para perder el placer de vivir.
Ahora he de hacerte una confesión: fue entonces cuando, perdido el interés por la vida, una noche soñé el modo de conocerte. Tu presencia junto a mí me ha transformado, me olvidé de todas mis sensaciones negativas. Pero el hecho era ese: no fuiste fruto del azar. Fuiste “otro” regalo más, concedido por lo externo. Comprenderás que no podía hablarte de eso, así que no voy a excusarme.
Lo terrible es que con el tiempo he llegado a preguntarme si los nuestro no sería un doble juego, si tú viniste al lugar de encuentro porque lo habías soñado así. No me puedes decir nada, claro, pero la idea de que también se te puede definir como una mujer hecha a sí misma me ha instilado la sospecha y me ha creado un desconsuelo que tu presencia no puede deshacer. Si los dos somos el objetivo, y ahora estoy convencido de que es así, no somos dos personas libres y autónomas que se aman, porque ni tú ni yo tenemos indentidad. Con esta convicción, se ha destruido la última barrera defensiva de mi vida.
No me queda otra opción que la de desaparecer: quiero dejar de ser el recadero de ese “ello”. El abogado que compartimos tiene firmada ante notario la cesión que te hago de todos mis bienes, él te dará todas las explicaciones formales. Pero debo abandonarte y desaparecer. Te confieso, es mi última confesión, que tengo miedo de cuál será el significado real de esa desaparición. Desconozco lo que sucederá con mi conciencia, y no uso el término en un sentido moral, sino como el conjunto de mis conocimientos, sensaciones y recuerdos, ahora que sé que existe algo distinto y superior, con el que puedo tener unas obligaciones firmadas que no sabía que había rubricado. Desde el temor más profundo, que me convierte en inviable, recibe todo mi amor.

8 comentarios:

  1. Moraleja:
    No conviene pasarse de fumada, pinchada o esnifada...jajaja
    Salud

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  2. ¡¿Cómo que no conviene?! ¿No te da pena el muchacho, que vendió su alma al diablo neoliberal?

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  3. Me referida al que escribió el relato...jajajaja
    Perdona, amigo, estoy contento y de broma...jajaja
    Salud

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  4. En tal caso, GENÍN, nada que objetar. A los autores hay que darles duro, ¡si lo sabré yo!

    Un abrazo

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  5. Bah...el tipo no debería preocuparse tanto: todo el mundo sabe, desde Alonso Quijano a Augusto Pérez, que los personajes de ficción siempre acaban rebelándose y haciendo lo que les da la gana, por mucho que el autor piense lo contrario.

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  6. No intentes liarme al personaje, C.S., porque aunque no crea en dios, cree en mí, su padre, autor y creador, y no se me rebelaría.

    Besos

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  7. ¡Vaya pesadilla¡ Desde luego¡ Pero la de ella ¡claro¡
    ¿Qué es esto, romper por carta? Y encima con la excusa de un otro "algo" que te maneja, yo te estamparia la entrada por donde entrase¡

    :)))
    Sonrisas y abrazos

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  8. Visto así, me parece mal que no alabes la elaborada calidad de la excusa.

    Más sonrisas y abrazos.

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