“Lo primero que hay que hacer para salir del pozo es dejar de cavar”. Proverbio chino.

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lunes, 16 de julio de 2012

Ejercicio de taller. Tema: descripción

Hay momentos en los que conviene fijarse mucho en todo

La Biblioteca de la Caja de Ahorros tiene un jardincillo con pequeños senderos que se cruzan en línea recta, entre los arriates de flores y árboles de pequeña altura. Está rodeado por gruesos muros de unos tres metros rematados en verjas modernistas que se elevan otro tanto. La puerta, era un poco más baja que las verjas y estaba hecha de barras de hierro forjado rectas. Se abría de 9 a 2 y de 4 a 8. Daba a un sendero de su misma anchura que conducía al edificio de la biblioteca, que ocupaba buena parte de la planta baja de las Oficinas Centrales de la Caja.
Cinco metros de pasillo, con las paredes revestidas de tablas oscuras, que se estrechaba por estar flanqueado a ambos lados por enormes archivadores con las fichas a rayas, del tamaño de un sobre, de todos los libros que contenía la biblioteca, escritas a mano y ordenadas alfabéticamente desde la inicial del primer apellido del autor. Cada metro que se avanzaba significaba un paso hacia la confortable oscuridad, una huida de la luz hiriente de aquella ciudad portuaria mediterránea. Al final estaba la mesa de recepción, en la que un joven con bata gris recibía el pedido del libro, copiaba en un papel la signatura y se lo pasaba a uno de sus dos ayudantes, más jóvenes y cubiertos por una bata azul. A su lado derecho, una puerta grande y alta mostraba, cuando quedaba entreabierta, a los bibliotecarios que clasificaban los libros y realizaban las tareas de administración. A su izquierda se abría la puerta a la sala de lectura: una sucesión de mesas macizas, con cuatro puestos de lectura a cada lado, cada uno provisto de una cómoda silla, ligeramente almohadillada y tapizada en cuero verde oscuro, así como una lámpara de lectura que encendía el lector e iluminaba un tercio de metro cuadrado, resaltando así la oscuridad profunda de la sala, que formaba una ele girando al final hacia la izquierda. Era el ala más tranquila, en la que las parejitas se sentaban, dejaban los libros y salían al jardín a reírse tontamente.

Estaba en la otra ala cuando dos tipos con gabardina, bajo la que asomaban unos pantalones de color ya indiferenciable, me rodearon y me pidieron que les acompañara un momento. Al salir, con una sonrisa le dejé los dos libros sobre marxismo, ninguno de ellos de la biblioteca, al joven de bata gris, ya con la cara gris por lo que estaba viendo, que los aceptó sin rechistar. El coche, gris plomizo, entró por una rampa protegida por dos policías de uniforme gris, me dejó en un patio de sótano. Me esposaron y me condujeron a una celda, parecida a un armario de cemento, ancho y muy largo, con dos bloques de cemento que no se diferenciaban en nada del suelo: solo la sensación de acostarte a un nivel superior del suelo podía sugerir la comodidad de una cama, aunque al menos se me quitó la sensación imaginaria de asco de encontrarme con un colchón meado y con una capa de semen lustrado por el roce. Tampoco las manchas rojas diferenciaban entre los lechos y el suelo, manchado igualmente en diversas partes. En aquella época no se hablaba de arquitectura, pero actualmente se habría publicitado como “sótano en dos alturas”.

La comisaría  se había inaugurado en septiembre de 1939, cuando la población de la ciudad era de 20.000 habitantes, el 10% de los cuáles estaba en el campo de concentración Los Almendros, un 0,3% se había ahogado en el puerto, a la espera del barco que no llegaría, y más de un 10% había partido ingenuamente hacia los Pirineos. Ahora que la ciudad superaba los 100.000 habitantes, ese edificio viejo, cuyas únicas reformas habían consistido en repintar la fachada tantas veces que el peso de las capas de pintura amenazaba con derribarla, era una colmena atestada que se sostenía en pie por la acertada distribución del peso de los legajos y los detenidos: seguro que las detenciones no estaban relacionadas con los delitos, sino con las salidas de comisaría que debían ser compensadas en kilos. Un preso muy gordo que quedaba en libertad o era llevado a la cárcel debía ser compensado rápidamente con la detención de dos delincuentes flacos.

Creo, porque me sobrevaloro, que de todas las personas que entraban y salían de ese endeble tinglado, solo dos llegaron a darse cuenta de que el mecanismo de sustentación del edificio y la Institución que albergaba no era sino una correcta estiba de la carga: yo y el Jefe de la Brigada Político-Social. En cuanto me metieron en su despacho, que era como otro armario, pero más ancho, y en lugar de cemento tenía suelo de baldosas y paredes pintadas de color verde moco de catarro fuerte, dijo “coño, quitadle las esposas” y me ofreció sentarme en la silla que había frente a él. Era un hombre bajito y enjuto que, a diferencia de sus subordinados, llevaba un buen traje de franela gris, camisa blanca bien lavada y planchada, y una corbata de tan buen gusto que pasaba desapercibida. Debió haber sido guapo en su juventud, con unos ojos azules que lo mismo te traspasaban con atención que parecían desentenderse de su alrededor, cubriéndose de una ligera veladura. “Parecían”, porque jamás debió dejar de prestar atención y esa veladura romántica fue, sin duda, su mejor red de pesca. El pelo y el bigote fino, muy canosos, no llegaban a un blanco hiriente. Muchas mujeres y muchos detenidos debieron caer en las redes de esa mirada azul. Se comportaba conmigo como si fuera mi abuelito querido, quizá porque estaba informado de que no había conocido a mis abuelos. Quizá porque estaba ya cansado de toda aquella pantomima. Enseguida me ofreció un Ducados y, cortésmente, le pregunté si podía fumar de los míos, Bisonte sin filtro. Llevaba varias horas en la celda, esposado con los brazos atrás, y aunque no me habían quitado el tabaco ni las cerillas, no es posible encenderte un cigarrillo en esas condiciones. Se extrañó de que no me hubieran quitado las esposas ni las cerillas y, en ese momento, vi en sus ojos dos ideas: que la orden de quitar las cerillas es absurda, porque nadie se va a suicidar quemándose con ellas, pero que el protocolo es el protocolo, así que el guardia que me metió en la celda con esposas y con cerillas lo iba a pasar peor que yo.

Me sentía tan bien, con las caladas al bisonte, además de que me di cuenta de que, mirando sus ojos, podía llegar a leer su pensamiento, lo que a su vez quería decir que él llegaba al fondo del mío, que me dieron ganas de sentarme en sus rodillas y decirle que si me contaba un cuento yo le contaba luego los nombres de todos los miembros de la red. Fue pensar eso, y le vi sonreír: oía mis pensamientos. Hablamos en términos abstractos, de la necesidad de la democracia, por mi parte, y de la impaciencia juvenil por la suya. Una danza agradable. También vi en sus ojos que no pensaba permitir que nos dieran una hostia, porque éramos cinco muchachos de la clase media y tenía tratos cordiales con nuestros familiares y los amigos de nuestros familiares. También me di cuenta de que los deseos de democracia de mi declaración irían acompañados de pruebas documentales de mi pertenencia a grupos para los que la “democracia” era un objetivo que solo salía en las notas a pie de página. Estábamos perdidos, pero él no pensaba forzar la máquina.

Los cinco salimos de allí, sin un rasguño, conducidos ante el señor juez, que por sus rasgos parecía sacado del cuadro de un alguacil del Siglo de Oro, sentado en un butacón de madera labrada muy teatral e incómodo, bajo un Cristo que seguramente habría podido competir sensatamente con el estado de algunos de los delincuentes presentados ante su Excelencia y una foto de Franco, que competía lealmente en papada con el juez.

Me enteré de que el Jefe de la Brigada se había jubilado seis meses después; comprendí que en nuestra charla no estaba ya para acumular éxitos laborales. Ya en la Democracia, cuando fui a pagar un café el camarero me dijo que lo había pagado el señor de al lado. Era él, que dijo “si no le importa, claro”. No me importó, nos pusimos a hablar y nos hicimos amigos. En la vida conoces a tan pocas personas muy inteligentes, que no debes prescindir de ninguna.




10 comentarios:

  1. Totalmente de acuerdo, a la gente inteligente, que no sea pariente del diablo, aunque sea un parentesco lejano, hay que tenerla disponible para fraternizar, pero no mucho, te pueden dar una patada en los cojones en cualquier momento...
    Me he quedado dudando, en la época de los Celtas y Peninsulares,los Ideales, el Caldo de Gallina y los Bisontes sin filtro (Que en mi época con filtro no había) No recuerdo que ya hubiera Ducados...
    En cualquier caso te ha quedado niquelao el relato!
    Salud

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  2. Has puesto la nota escatológica pensando en mí? ;)

    Eres un moztruo.

    muxu

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  3. Me gusta, porque me parece que está muy bien escrito. Me ha recordado cuando me detuvieron, por error, hace muchos años, y el inspector se entretuvo hablando conmigo mientras los demás comprobaban que yo no era aquel terrorista que buscaban. Hace ¿treinta años?. Por lo menos. No me había acordado más.

    Un abrazo

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  4. Muchas gracias, GENÍN. He dedicado mucho tiempo a intentar encontrar en la red la fecha en la que aparece el Ducados, pero no lo he conseguido. De todas maneras, estoy seguro de que entonces (al personaje le pasa eso en febrero de 1969) ya existía. Tienes razón en lo del Bisonte: solo había sin filtro; pero lo he especificado porque la mayoría de los que pueden leerlo conocen las dos versiones y quería especificar.

    Un gran abrazo,amigo.


    Te aseguro, DI, que lo puse porque era lo que menos gracia le hacía al personaje. Pero en cuanto puse el "punto", lo primero que pensé fue "como lo lea Di, se muere de asco". ¡Objetivo cumplido!

    Abrazón

    Por lo que cuentas, JOSÉ LUIS, la cosa fue tranquila: investigaron antes de actuar. Podían haberlo hecho al revés: debiste pasar bastante miedo.

    Un abrazo

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  5. Supongo que en la última frase te refieres a nuestra común amiga Andrea, Andrea Fabra. Que, por cierto, al final sí vienen, ella y su marido, a cenar esta noche, así que a ver si esta tarde limpiamos el barrio de maricones, que ya sabes cómo les desagradan. Ay.

    Lo que más me ha ofendido del relato es la alusión a la papada del Generalísimo. El Caudillo no tenía papada. ¡Tenía muchas virtudes, amor a repartir y sentido del deber y el honor, pero no papada! Me gustaría que rectificase usted esa parte, por favor.

    (Espero que con la panda de rojos asquerosos que detengan estos días en Madrid las fuerzas de Seguridad del Estado no sean tan benévolas).

    Un saludo.

    P.D: ¿Qué es democracia?

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  6. Ay hija, cómo te relacionas de bien, qué gusto. En Mallorca-Billionaires hacen unas empanadillas en forma de avión que se las pones de aperitivo y la van a encantar. Con lo lista que es, enseguida se dará cuenta de que es un homenaje a su padre.

    Pero te equivocas en lo de que sea amiga común. ¡Qué va! A mí Esperancita me tiene para amigas de trapillo desde que un día que dije que a mí, Zapatero me parecía más alto que Aznar.

    Y lo de la papada, si quieres pongo una nota a pie de página diciendo que en la parte que baja del mentón es donde se acumula la bondad de las personas. Pero cambiarlo, pues no: tendría que hacerlo por "tiene poca mamada" que tenía poca. Pero no pienses en guarradas relacionada con la leyenda de la cabra. No, no. Me refiero al hecho de "mamarse enseguida" (emborracharse, vamos). Lo sé porque a veces comía en casa de mis abuelos y mi abuela, que le llamaba Franquito, decía "por dios, este hombre, que es militar y no tiene aguante, a la segunda copa de vino ya está diciendo tonterías". Pero me parece mal decir eso de un hombre, lo de que tiene "poca mamada".

    Así que lo voy a dejar como está. Tú no lo vuelvas a leer, que ya sabes que si lees más de 5 minutos, te dan jaquecas.

    Tu amiga, que te quiere

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    1. Ay, nena, me gusta mucho Franquito en este discurso. Esos que dicen que tiene voz de mariquita son los que hemos de exterminar. Te lo pongo para que lo disfrutes, aunque sé que sueles verlo a menudo:

      http://www.youtube.com/watch?v=c8cJlf3iO6c

      Que dice Andrea que la crema de puerros estaba deliciosa.

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  7. Excelente relato, NáN. Me ha gustado. Por cierto, conocí al Jefe de la Social en cuestión... Creo que había un molde en Sol, de manera que aunque no fuese el mismo, lo era, no sé si me explico.

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    1. Gracias, Hans. Por el dato, ya sé que estamos hablando entre "gente de cierta edad". Pero el ´"mío" era de una pequeña ciudad provinciana, cercano a la jubilación, que llevaba un tiempo siendo "desafecto" al Régimen. Creo que fue con él donde me interesé por uno de los temas olvidados (bueno, aquí se ha querido olvidar todo): los que entraron entusiastas en el "juego" y, visto lo visto, ya no querían participar, pero estaban como en una cárcel interior y seguían "cumpliendo su deber" con la mayor de las desganas... y dejando escapar muchos hilos.

      Si alguna vez escribiera una novela, que no está para nada en mi pensamiento, ese sería el tema.

      Un abrazo

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  8. Tarde, muy tarde, llego a esta pequeña joya. Y regreso de ella con el pelo revuelto y el ánimo aligerado. Probablemente, de entre todos los que te leen, yo tengo el privilegio de poder "reconocer" (al menos la primera parte), frente a los que imaginarán gracias a tu espléndida descripción. Para mi este ejercicio tuyo de taller ha sido como entrar en el túnel del tiempo, para volver a atravesar el pequeño jardín y el pasillo con los archivos, hasta la mesa del bibliotecario y las mesas de madera iluminadas.
    Además, me ha recordado también otro texto tuyo, cargado de luz de verano, y una hermosa dedicatoria.
    Pero, ¡qué suerte he tenido yo de "reencontrarte". Entre otras muchas cosas, porque me devuelves una parte importante de mi pasado.

    Un beso descriptivo, querido Nano.

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