“Lo primero que hay que hacer para salir del pozo es dejar de cavar”. Proverbio chino.

NO PODEMOS RESOLVER PROBLEMAS PENSANDO COMO CUANDO LOS CREAMOS. Albert Einstein

“Si a alguien le indigna más ver un contenedor ardiendo que una persona comiendo de él, tiene que revisar sus valores”

Sobre los poderes de siempre y los emergentes: "“No nos parece mal que nos muerda un lobo, pero a todo el mundo le saca de quicio que le muerda una oveja". Ulises de Joyce, Cap. 16




jueves, 16 de junio de 2016

Taller Bremen: tema libre


TRES HISTORIAS SACADAS DE UN CAJÓN
QUE DURANTE AÑOS NO PUDE ABRIR DE
LO ATESTADO QUE ESTABA


1) Nunca abordes los cuentos de uno en uno. Honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte.

            2) Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres.

                                                                Roberto Bolaño




PRÓLOGO DE LECTURA OLVIDADA

Las personas más tontas del mundo, para mí, son las que se despiertan por la noche, aprietan un botón y creen que se enciende una luz. Sin más. Las que nunca se han detenido a pensar que detrás del botón hay unos cables que pasan por un contador de la electricidad y cada dos meses hay que pagar lo que éste marca; que luego hay unos cables cada vez más gordos que llevan hasta una central eléctrica; que los cables y la central están instalados y manejados por trabajadores y son propiedad de unos dueños que ganan el dinero que pagas; que hay Gobiernos que dictan leyes para arreglar las condiciones entre los dueños y los trabajadores, y entre los usuarios y los dueños; que esos Gobiernos también discuten con otros países, entablan relaciones entre ellos, y hasta desencadenan guerras; algunas veces, por el control de la energía. Es decir, detrás de un botón de la luz está la Historia, la que estudiamos en el colegio, la que todos sabemos o deberíamos saber. Menos las personas tontas que creen que pulsas un botón y se enciende la luz. Sin más. La Historia también está detrás de unos zapatos, unos huevos fritos o una ensalada de hormigas rojas. Detrás de todo.

Pero también hay otras historias que no son de lo que son, sino de lo que pudo haber sido, de lo que quizás fue, de lo que debió o debería ser, de lo que será... Son ésas las historias que mi padre, enarcando una ceja, llamaba “raras”. Son las que más me han gustado siempre. Esta es una de ellas. Quien la escribió se la dejó olvidada en mi casa hace años, escrita de su puño y letra. Era un primo segundo, o tercero, de mi padre que era cazador en África, de los que luego se traen los animales vivos para venderlos a los zoológicos de Europa. Pocos días después, al pasar por Barcelona, murió por las mordeduras de dos serpientes pequeñas pero muy venenosas que llevaba consigo en una cesta de mimbre. Mirándome a los ojos, agachado porque yo era muy pequeño, me dijo que eran sus amigas y que antes de dormir siempre las sacaba de la caja para jugar con ellas y que después tenía que cerrar bien la cesta para que no escaparan y mordieran a alguien. No debió cerrarla bien, salieron y se metieron en la cama con su amigo, que debió darse la vuelta mientras dormía, las aplastó y le mordieron.
El escrito lo encontré yo y lo guardé, sin decirle nada a nadie. Con el tiempo aprendí a leer bien, saqué el escrito de donde lo tenía oculto, fui descifrando su escritura endiablada y cuanto más leía más me interesaba y más quería leer. Porque era una historia rara. Pero rara de verdad. Decía al principio que se la había narrado un contador de historias de un pequeño pueblo montañoso del centro de África. Y trataba de algo parecido a nuestra Edad Media, pero era una Edad Media que venía después de un período mucho más adelantado, como si por un desastre la civilización hubiera retrocedido. ¿Una historia así? ¿En África? ¿Contada de padres a hijos durante miles de años?

Busqué durante años en las bibliotecas posibles explicaciones. Acabé encontrando tantas, y tan inciertas, que dejé de preocuparme. Sí os puedo contar las tres que prefiero, aunque no me crea mucho ninguna de ellas. La primera es una a la que las personas que piensan mucho dan el nombre de “eterno retorno”. Una explicación tan rara como el propio nombre. Dice que la historia se repite una y otra vez, o sea, que hay una civilización en la Tierra, que se desarrolla hasta que desaparece y vuelve a empezar. Bueno, es algo más complicado, pero más o menos es así. Incluso hay algunos que dicen que sí, que todo se repite, pero no del mismo modo. Cuando piensas y piensas estas cosas te acaba doliendo la cabeza y lo dejas, y eso es lo que hice yo con esta explicación.

La segunda me la dio un monje oriental en Madrid. Me habló de un antiguo y extraño grupo, tan antiguo que ya se sabía de él en la época de los faraones, dedicado a esparcir historias extrañas y disparatadas por todos los rincones del mundo, porque así los hombres ignorantes acababan explicándoselas con dioses y se hacían más sabios y más buenos. O al menos se volvían temerosos ante lo extraño y los miembros de ese grupo los podían manejar más fácilmente para lo que ellos querían. Las historias que fueron contando por todo el mundo eran tantas, y tan distintas, que algunas de ellas, al ser descubiertas por los hombres civilizados, por pura casualidad han tenido algún parecido con la realidad. ¿O eran reales porque esos hombres, muy sabios, conocían lo que había pasado o iba a pasar? Ese monje desapareció un día, sin dejar ninguna dirección de contacto, así que me quedé como estaba al principio: sin saber nada de nada.

La tercera explicación, que ahora que escribo estas notas me parece la más probable, es que mi tío segundo (o tercero), agazapado en la oscura noche africano aguardando que su presa cayera en la trampa que le había preparado, tenía miedo y se inventaba historias para olvidarlo. Después, en los días calurosos, aburrido, las escribía perezosamente para hacer más corto el tiempo hasta que llegara la noche de la caza. Y digo esto porque conozco muy bien a algunos miembros de mi familia que tienen esa fea costumbre de inventarse historias cuando están asustados, para luego ir embrollándose unos a otros, contándose historias como si las hubieran vivido, que así le va a mi familia como le va... pero esa es otra historia.



No podía saber que la vida estaba esperando

Llevaba tiempo queriendo conseguir una camiseta de las que usan los pescadores y marineros ibicencos. De color morado, cerrada con tres botones en la parte superior. Al lavarla se iba destiñendo por zonas y parecía que se formaran nubes de un morado desvaído. En aquellos tiempos el comercio era tan local que no había manera de comprar lo que no se vendía donde vivías. A veces hablaba con los hippis que dormían en la playa, esperando el barco que dos veces por semana hacía el trayecto Alicante-Ibiza, y si alguno le caía especialmente bien lo invitaba a ir a su casa a ducharse, cenar y dormir en una cama. A uno de ellos le había dado el dinero que costaba una camiseta, por si acaso el regreso lo hacía en ese mismo trayecto y podía traerle una. No esperaba que lo hiciera, pero ocho meses después se presentó en su casa y le trajo dos.
Estaba feliz con las camisetas. Salía siempre con una de ellas, descalzo, y con unos vaqueros, sin calzoncillo debajo, que brillaban por los baños de sal. Solía caminar los dos kilómetros de carretera hasta la Albufereta, porque ahí tenía muchos amigos y amigas. En la playa, se quitaba la camiseta y se bañaba con los vaqueros. El sol era tan fuerte que a los 15 minutos de tumbarse en la arena, con el calor de esta y el del sol por el otro lado, estaban secos. O si tenía ganas de estar solo, se iba hacia el cabo y se bañaba lanzándose desde una roca y tumbándose luego sobre otra.
Al atardecer, volvía a la ciudad, cenaba algo y volvía a salir, entonces calzado con unas zapatillas de esparto, y volvía a encontrar amigas y amigos con los que extender el tiempo de la noche y beber, si era posible, ginebra.
Así de tonto, así de feliz, pasaba el verano anterior al último curso universitario, el que obligaba a cambiar de vida. Feliz y tonto con su camisetilla morada, sin saber que lo que la vida estaba esperando era a darle tres hostias bien dadas.




nunca habíamos hablado de amor

No debíamos tener dinero para salir a beber ginebra aquella tarde. El caso es que no salimos. En realidad, yo tenía muy pocas cosas. La casa en la que estaba viviendo aquel verano, por ejemplo, era prestada. Una casita pequeña en el último piso; de las que se construían antes para el servicio o para el portero, pero con un pequeño mirador que daba a la Rambla y una luz que entraba por todas partes, incluso en mi dormitorio, el único de la casa, que daba a un estrecho patio. Por tanto, la luz sí que me quedaba todavía. La casa de verdad, no. Hacía tiempo que se habían ido yendo todos, mi madre y yo los últimos. Y cuando aquel verano regresé a la ciudad, una casa como la de siempre se me hacía demasiado grande, demasiado difícil de manejar.
Pero ¿cómo sacar aquella casa antigua del recuerdo y, en la nueva, poner un café en esa mesa rehecha en la memoria, con un olor de noche distante? Ni la casa me quedaba, pero aunque por aquel entonces no había aprendido aún a disfrutar de la intemperie, me iba gustando ya que lo que me quedara fuera poco. Desde entonces me fue molestando más lo que tenía, todo lo que hay que cuidar y te impide lanzarte a la calle exactamente en el momento en que lo piensas, con esa sensación fresca en las piernas.
También el tiempo me iba faltando, un cuatrimestre para terminar los estudios. Nos iba faltando el tiempo como lo habíamos vivido aquel último año, casi juntos. Era ya el cuarto tiempo el que se agotaba, después de la infancia sin colegio, la niñez con colegio, la adolescencia en la que vas haciendo tuya la ciudad y te apoderas de todo y, finalmente, el que se estaba terminado, ése en el que te vas haciendo dueño de ti mismo y cuando casi lo has conseguido te da vértigo pensar en lo que vendrá. Sobre todo, se había terminado el dinero que había ahorrado trabajando en mil cosas durante el último curso universitario. Y en uno de esos momentos en los que nos atacaba el vértigo le vi ir al armario donde estaba la ginebra, que yo sabía que no quedaba. Tampoco dinero de bolsillo para  bajar a comprar o, menos todavía, tomarla en los bares. Algo nos tuvimos que inventar, porque seguimos juntos y sonrientes, pero por poco tiempo. Nunca habíamos hablado de amor, solo de querernos mucho.