“Lo primero que hay que hacer para salir del pozo es dejar de cavar”. Proverbio chino.

NO PODEMOS RESOLVER PROBLEMAS PENSANDO COMO CUANDO LOS CREAMOS. Albert Einstein

“Si a alguien le indigna más ver un contenedor ardiendo que una persona comiendo de él, tiene que revisar sus valores”

Sobre los poderes de siempre y los emergentes: "“No nos parece mal que nos muerda un lobo, pero a todo el mundo le saca de quicio que le muerda una oveja". Ulises de Joyce, Cap. 16




sábado, 23 de abril de 2016

Por su minusvalía de pulpa (Alejandro Simón Partal)


Me voy a una terraza de Dos de Mayo, junto a un espacio de juegos para niños. Llevo Himnos abdominales, el último libro de ASP, publicado en Renacimiento, para empezar una tercera, todo por el placer, lectura.

Sigo creyendo
...
en la flor discriminada del naranjo
por su minusvalía de pulpa.

Llega un niño algo crecido, enjuto y bajito, dos tercios africano y un tercio moro, y se sube ágilmente a un árbol que está junto a la cerca del espacio de juegos. Se sienta en una bifurcación del árbol y mira cómo juegan los niños. Al poco tiempo, los de los columpios y los aparatos de subirse se detienen y le miran a él. Le admiran.

Cumplido el objetivo,

Todo en mi cuerpo es convocatoria


se baja del árbol y se va.

viernes, 1 de abril de 2016

Taller Bremen. Tema: un entierro


A hostias con el ciclista
  
La luz del sol entra violentamente en la habitación y me ciega. Me aturde. Es casi como si hubiera despertado en un incendio. Abro los ojos y en un primer momento lo veo todo borroso. Mi madre había abierto de golpe las contraventanas del balcón. Es mucho más tarde de lo habitual. Me han debido de dejar dormir más y, seguramente, esa noche dormí mal, porque no me había despertado pronto, como de costumbre. Cuando enfoco la vista, al lado de la cama está mi amigo Fernando con el traje de los domingos, de tela gris con puntitos oscuros. Fieramente restregado y repeinado; con seguridad por su madre, lo que no es habitual. Algo sucede. Son once hermanos y lo mejor de esa madre es que nunca actúa. Algo está pasando y creo saber lo que es. Mi madre le llama Fernandito. “Papá está peor, van a venir médicos y pensé que era mejor que te fueras dos días. La madre de Fernandito me ha dicho que te puedes quedar con él en su casa. Hoy es domingo y mañana no vais al colegio”. Por eso Fernando lleva el traje, porque tocaba ir a misa. Lo del peinado violento, con fijador, y la piel brillante de haber sido restregada es un extra, un signo que a cualquier niño de entonces le habría parecido un indicio de algo malo.
Me visto con la ropa de ir a la playa o a jugar por ahí. Nada de traje. Hago pis, me lavo la cara y nos despedimos. Sé lo que pasa y que el tiempo de espera es corto: ese día y el siguiente. No hay planes para el martes. Tomo una decisión fuerte y clara: si lloro, lo haré cuando nadie me vea hacerlo.
—Dale un beso a Papá.

Se lo doy, procurando no ver su mirada vacía, hacia el techo. Dos semanas antes, al irme a la misa obligatoria en el colegio, entré como siempre en el cuarto de mis padres, a darle un beso a ella. De él me despedía con la mano; los hombres no nos besábamos y yo, desde que cumplí los 10, lo era ya. Ella lee un libro y él el periódico, que le suben todos los domingos. Esa vez, me dice que le dé también uno. Cuando me inclino, mueve la cara y me lo da en los labios. Salgo de casa furioso y se lo cuento a los más amigos, asqueado. “¡Me ha besado en los labios!”. Al volver de misa me entero de que ha tenido un derrame cerebral. Mi padre ya “no está” y no parece que vaya a estar nunca. Por primera vez en la vida sé lo que es sentirme culpable. Como si una nube de tormenta, casi negra, se me hubiera metido en el cuerpo, cubriendo con una pesadez desconocida todo lo que pienso y siento. Había hecho un montón de cosas por las que habría merecido conocer la culpa, algunas de ellas graves, pero hasta ese momento nunca la había sentido; el arrepentimiento y todas esas cosas de las que nos hablan en la iglesia, tan lejanas a mi vida. Esta vez sí. Había pasado algo que él presintió, se despidió a su manera y yo me dediqué a contar a mis amigos el asco que había sentido. Ahora tengo la sensación de que él ya no está en ese cuerpo que respira, que no volverá a estar nunca, y de que no podré deshacer lo que hice. No podré mirarle y que me mire como si aquel beso no hubiera existido. Mi reacción de asco, en cambio, existió.

La madre de Fernando nos recibe, nos prepara el desayuno y nos dice que podemos hacer lo que queramos, que no hay colegio ni obligaciones; ni siquiera la de ir a una iglesia a recuperar la misa que hemos perdido. Decidimos ir a la playa con una pelota. No tenía el bañador, pero en esa casa no faltan. Él se cambia de ropa. Hasta ese momento, Fernando había mantenido una actitud de respeto reverencial, dispuesto a hacer lo que yo dijese. Al poco de estar en la playa jugando con la pelota en la orilla, esa actitud desaparece. Vuelve a estar dispuesto a pelearse por cualquier cosa, a ser divertido, y le agradezco sin decírselo que vuelva a ser mi amigo. Los dos tenemos 11 años, yo los había cumplido el día anterior al beso en los labios, y la amistad, tal como la entendíamos, era casi lo único importante que teníamos. Además del cine de los domingos.
Por la noche, antes de acostarnos, viene la madre de Fernando y me dice que mi padre ha muerto. Le digo que ya lo sabía, con la sequedad  que da la inexperiencia en el fingimiento, y ahí termina la conversación. Supongo que se sentiría aliviada, porque ni me pregunta que cómo lo iba a haber sabido. Nos acostamos y, cuando estoy absolutamente seguro de que Fernando está dormido, lloro durante mucho rato, sin pensar en nada. Lloro porque sí, hasta que me quedo dormido.

A la mañana siguiente, lunes, decidimos ir al Puerto. El domingo no merecía la pena ir, porque es el día en el que abría las puertas a todo el que quisiera entrar y pasear por la escollera. Pero en los días laborales sólo entran los trabajadores, los guardias y los marineros cuyo barco está atracado. Y nosotros, los hijos de los funcionarios de la Junta de Obras del Puerto. Un grupo que tenemos entrada libre salvo cuando hemos hecho una trastada y aparecemos en una lista con nuestros nombres sellada y firmada por el Jefe de Aduanas, en la que se indica que no podremos entrar en dos, tres, cuatro semanas, dependiendo de lo que hubiéramos hecho, con la fecha del día en que se levantará la sanción. Cuando la lista existe nos la enseña el carabinero de la puerta, que nos mira con cara de yo no os habría prohibido la entrada, sois niños. Para eso sí nos gusta serlo, para cualquier otra cosa nos habríamos enfadado, porque ya somos hombres. Muy jóvenes, en todo caso.
Vamos en bicicleta, claro. Fernando con la suya y yo con la de uno de sus hermanos. Al principio de la escollera las subimos a mano por la escalera de piedra y emprendemos una carrera hasta el faro por el estrecho paseo. Correr por correr y quitar los nervios. Sin competir. Sería imposible adelantarnos. Tiene un ancho de menos de dos metros, protegido a la izquierda por un muro bajo junto al que están los bloques de piedra y luego el mar, pero sin protección a la derecha, donde una pedalada equivocada te llevaría al suelo del puerto, unos cuatro o cinco metros más abajo. Intentar adelantarnos sería suicida. Ya lo habíamos hecho más veces, en grupo, lo de correr a toda velocidad sabiendo que el que salía el primero llegaba el primero, y el que salía el sexto llegaba el sexto. Correr en bici por allí puede ser motivo de que un vigilante o carabinero con un mal día se chive y aparezcamos en la lista; ya nos ha pasado, y el precio son cuatro semanas, pero la emoción de correr junto al vacío supera muchas veces el miedo al posible castigo. Además, casi nunca se chivan.
En el faro, sobre una plataforma amplia, nos bajamos de la bici y nos sentamos a secarnos el sudor y recuperar la respiración. Con el espíritu tranquilo por el esfuerzo. Las campanas de la iglesia principal se ponen a sonar como locas. Es por mi padre, le digo a Fernando, lo van a enterrar. Mi padre era concejal y se merecía eso y más, pienso, seguro de no equivocarme. Quiero ir a verlo pasar, le digo.

Sin habernos recuperado todavía, bajamos las bicis por la escalerita y salimos a toda velocidad del puerto. Fernando ni me discutió la idea: él habría hecho lo mismo y le parece justo. Esta vez vamos por la carretera, salimos del Puerto y giramos a la izquierda, metiéndonos luego por la Rambla, que es el camino lógico para llevarlo desde mi casa hasta la iglesia. Al final de esa calle ancha ya hay gente amontonándose en las dos aceras. Se escucha la música de la banda municipal. En cualquier momento girarán a su derecha y aparecerán. Apoyándonos en las bicis, nos encaramamos a una de las ventanas del Banco de España, un lugar desde el que se puede ver todo estupendamente, sujetándonos de los barrotes. Los de la banda municipal, con un lazo negro en la manga derecha, entran en la Rambla. Enseguida lo hace el coche fúnebre, tirado por cuatro caballos con adornos negros. Ya no me parece que una ventana sea el sitio apropiado para ese momento y le digo a Fernando que voy a ir a la acera. Me bajo y con la bicicleta, pues no podía dejarlo a él al cuidado de dos, intento abrirme paso hasta la primera fila. Voy totalmente despeinado y con la camisa empapada de sudor. Los espectadores protestan de que quiera pasar a primera fila con la bicicleta. Entonces explico la razón y la lógica de mi deseo.
—Soy el hijo del muerto.
La frase les enfada. Empiezan a empujarme hacia atrás y a pegarme. Sólo me importa proteger la bicicleta, que no es mía. Fernando baja corriendo y me ayuda a salir de allí, tirando de mí y de la bici hacia atrás.
No ha sido para tanto. La bici está bien y yo solo tengo la cara roja de las bofetadas, la camisa rota por el cuello y manchada de sangre, por un golpe en la nariz. Volvemos a subir a la ventana y desde allí veo pasar el coche negro en el que hay un ataúd, dentro del cuál está mi padre. Lo imagino como la última vez que le di un beso, pero con los ojos cerrados, ya sin mirada.
Tras el coche va el cortejo, encabezado por mis dos hermanos mayores. De pronto, me da vergüenza estar allí. Vámonos, le digo a Fernando. Reacciona al instante y enseguida hemos salido de la Rambla por una calle lateral. Corremos por toda la ciudad, cuidando de no volver a cruzarnos con el cortejo. En un parque nos paramos y nos quedamos mucho tiempo a descansar, sentados en la hierba. Con el dinero del domingo, que él sí tenía, compramos una botella mediana de gaseosa, dos cigarros de matalauva y unas cerillas. Nos terminamos la gaseosa de un trago cada uno, encendemos y fumamos uno de los cigarros, nos tumbamos mucho rato mirando hacia arriba y nos fumamos el segundo. Volvemos a casa de Fernando, dejamos las bicis en el portal, con la cadena puesta, subimos y entramos en la casa, procurando que nadie nos vea. Me lavo las manchas de sangre y él me da una camiseta. Echa la camisa manchada y rota a la cesta de la ropa sucia. La lavarán y la coserán, me dice, nadie se preocupará de saber de cuál de mis hermanos es.
Le digo que voy a pasear y luego volveré a casa, que no quiero quedarme a comer. Me quiere dar parte del dinero que le queda, total ya no le da para la entrada del cine, pero no lo acepto. Cruzo la ciudad y entro en el puerto pesquero, el que siempre está abierto porque no atracan barcos, donde sé que habrá muchos pescadores de caña. Voy hasta el muelle final, el que da al mar abierto. Les veo pescar con la paciencia con la que lo hago yo allí algunas tardes de verano. Miro el mar. Procuro recordar la cara de los que me han pegado. Memorizarla. La vida es larga y puede que tenga ocasión para la venganza. Soy un superviviente, me digo. Lo era desde antes de nacer, cuando mi madre estaba enferma y era dudoso que llegara al parto, como me habían contado varias veces. Pregunto la hora y son casi las cuatro. Seguro que nadie me estaría esperando. Pensarían que estaba con Fernando. No he comido, pero tampoco tengo hambre.
Al llegar a casa les doy un beso a todos. Me preguntan si he comido en casa de mi amigo y les respondo que sí. Hablan de cosas que no me interesan y no les presto atención. Pienso en el coche negro. Pienso que la vida va a ser distinta desde ahora, pero ni siquiera me pregunto cuáles serán los cambios. Sé que serán malos. Me siento en una butaca del mirador. Me centro en la plaza de abajo. Nadie pasa a esas horas y así me es más fácil dejar de pensar. Fijándome en la luz del sol sobre las baldosas, me quedo dormido.