Ante los que os habéis reído de mí, deshago la mentira
Vecinos, familiares, conocidos: un pudor que ahora reconozco
estúpido me impidió enfrentarme al infundio que de mí se dijo, desenmascarando
al culpable cuando debí hacerlo y achacándoselo a él. Entonces yo era una presa
fácil ante el ser abyecto que lo lanzó. La vida, que aborrecía y aborrezco, me
hacía preferir la huida constante; además, moralmente escrupuloso como era en
ese tiempo, no quería cargar a ese ser la ignominia que se merecía y que él había
lanzado sobre mí.
Creo que peco de grandilocuente y
vacío de contenido al culpar a “la vida”, por no mencionar que esa acusación
era la que, con fundamento y realismo, hacía yo a la mayoría de las personas
que forman la sociedad: la de expresarse con grandilocuencia y sin el menor
sentido. La vida la forman también todos los elementos de la naturaleza y no
podemos culpar a una serpiente que nos muerda si vamos descalzos por la selva,
ni a una tormenta con rayos que caiga sobre un bosque al que hemos ido a
pasear. En cambio, sí podemos acusar a la mayoría de las personas por el modo
superficial, cursi e inoperante con el que usan el lenguaje.
Y eso, criticar el vacío de los
pensamientos que expresaban los que me rodeaban, o decían desde los medios de
comunicación, es lo que empecé a hacer, más con desdén que con justificada
indignación —nunca he dicho que yo haya sido o sea una buena persona que
pretende conducirse con moralidad—, con prácticamente todo lo que decían los demás. Incluso a mi compañera,
poseedora de un alto nivel de bondad, que es una de las cualidades más elevadas
de la inteligencia, la atacaba despiadadamente. No podía evitarlo, a pesar del
dolor que criticarla me causaba. Lo único que podía hacer era obligarme a un
silencio casi continuo: si lo que vas a decirle es desagradable, es mejor que
calles, me repetía a mí mismo.
Y fui callando, hasta que convivir
conmigo se convirtió en una hazaña insoportable. Había cortado la relación
mediante palabras con todos y, al final, lo hice también con ella. La única
relación que nos unía era ya solamente física, pues seguí recorriendo con los
labios y la lengua, interminablemente, sus muslos kilométricos. Por esa
costumbre, que tan placentera era para los dos, me llamaba a veces “mi
caracol”. Era un apodo íntimo, aunque a veces, en momentos afectuosos, se le debió
escapar fuera de la casa. He pensado si eso fue escuchado por oídos
inconvenientes, que alteraron el apelativo y fortalecieron la ignominia que había
caído sobre mí. Es probable, aunque imposible estar seguro.
El caso es que mi presencia la hacía
sufrir y alquilé una buhardilla en la que aislarme. No te cabrán apenas libros,
me dijo, preocupándose todavía por mí, a lo que le contesté que ya no los leía,
que podía quedárselos todos. Y es que fui dejando de leerlos, de ir al cine o
al teatro, de ver exposiciones. Al irme a la buhardilla, el abandono fue
absoluto. Desde entonces solo leo revistas de literatura, cine, teatro y arte,
con críticas y reseñas. A partir de ahí, acostado, rehago y me cuento los
libros, creo las películas y representaciones teatrales, veo las obras de arte:
todo a mi placer. Cuando he leído todas las revistas que me interesan en las
bibliotecas públicas, compro las restantes. Me gusta esta vida en la que he
mediatizado los originales.
Pero aunque me guste, sé que es poco
atractiva, que resulto repugnante; lo que sucede es que no me importa. Lo que
no estoy dispuesto a aceptar por más tiempo es el bulo que mi padre lanzó
públicamente sobre mí, contando por todas partes que había visto, aterrado, mi
transformación. Lo afirmo y aseguro: no soy yo quien se ha convertido en un
escarabajo. Tuve que ver con mis ojos, con un desagrado que me provocaba
arcadas, cómo él, el padre que me ha acusado de lo que a él le sucedía, desplegaba
en su casa la nueva forma de escarabajo en la que se ha convertido, arrastrando
bolas de suciedad con sus patas, aterradoras por el tamaño. Qué astuto, cruel,
maligno ha sido al desviar la atención de su metamorfosis acusando de ésta al
más débil de sus hijos. Sabed, los que me leéis, que esa fue la mentira lanzada
por el más desagradable y asqueroso de los padres.