[De las formas posibles de diálogo, elegí como práctica uno que solo tuviera diálogo, sin la menor narración y ninguna acotación. Es un ejercicio, pero en realidad, aunque no me ha dado tiempo a completarlo, paseando he escrito en mi cabeza dos partes más, una no dialogada y una tercera de diálogo absoluto. Quizá las escriba en unos meses o años, pero como es más fácil que no, pongo el ejercicio, que para mí fue un desafío].
Long distance call
— [...]
— ¡Abuelo!
— ¿Cómo estás, pequeña albóndiga?
— Ya no soy una albóndiga, he crecido.
— Tendré que verlo antes de cambiarte el nombre. Este verano
eras una albóndiga que empezaba a estirarse como un espagueti. Pero solo
empezabas
— ¿Por qué no llamas por el ordenador y nos vemos mientras
hablamos?
— No tengo ordenador.
— ¿Nooo? ¿Eres pobre?
— Uff, siempre me haces preguntas difíciles. ¿La abuela es
pobre?
— ¡Noooo! Me lleva al cine y al salir me invita a chocolate
con pasteles, ¡todos los que quiera comer! Tiene mucho dinero.
— Entonces yo tampoco lo soy, porque la Abuela y yo lo
compartimos todo, como tu mamá y papá.
— ¡Pues cómprate un ordenador y así nos vemos!
— Ya tengo uno en la casa de la ciudad, que conoces.
— Pero si no pasa nada por tener dos. Mamá los tiene.
— ¿Y para qué quiero un ordenador en la casa que alquilé en
un pequeño pueblo, para pasar los meses en los que Abu ha ido a cuidarte?
— Podías haber venido con ella, en la cama cabéis los dos.
— Ya te dije la otra vez que hablamos que eso no es una buena
idea. Así Abu se dedica a cuidarte solo a ti... y yo aquí tengo silencio y
puedo escribir.
— ¡Pero si no tienes ordenador!
— Tengo decenas de cuadernos, muchos lápices y bolígrafos.
— ¿Y tienes televisión?
— No, señorito.
— Te tienes que aburrir mucho.
— ¡Qué va! Hay paseos muy bonitos por la montaña, y vacas,
ovejas, perros sueltos, cerdos, gallinas. ¿A que en la ciudad no tenéis eso?
— Perros sueltos, no.
— Y de vacas y lo demás, ni sueltos ni atados. En el bar donde
como y ceno, me he hecho amigo de José. A veces lo acompaño por la mañana a
subir las vacas a un valle alto, para que coman, con unos perros grandes que
las vigilan. Como me he hecho amigo de los perros y las vacas me conocen, si
José tiene mucho trabajo por la tarde, le digo que no se preocupe y subo yo
solo, con un palo muy largo. Los perros vienen a saludarme, porque hago una
trampilla y les doy galletas. Las vacas, que me conocen y se fían de mí, me
obedecen y me siguen hasta el corral del pueblo. ¿A que te gustaría bajar la
montaña con las vacas y los perros?
— ¡Síii! Llévame.
— Cuando cumplas dos años más, dejamos solos a papá, mamá, el
hermanito que viene y a Abu, y en verano te traigo aquí a que me ayudes a hacer
de pastor de vacas.
— No creo que me dejen.
— ¡¿Cómo no te van a dejar, si te cuido yo?!
— Vale. ¿Quieres que se pongan mamá y papá?
— Noooo, que son muy aburridos, siempre hablando de ciencia.
— Eso lo hacen contigo, porque eres viejo. Conmigo juegan y
hablan de otras cosas.
— Qué suerte tienes. Les has de enseñar a que también a mí me
hablen de otras cosas. ¿Vale?
— Vale. ¿Te paso a Abu?
— No, Martinete. Con ella hablo todas las noches, cuando ya
estamos en la cama.
— Pues colgamos, ¿eh?, que me va a llevar al parque.
— Besos, que lo paséis
bien.
— Lo de las vacas, es una promesa, ¿eh?
— Dentro de dos años. Prometido.
— Adiós, Abuelo.